El lugar más hermoso.
“La
tarde no es ya maravillosa. El paisaje es triste. No. El paisaje no, pero la
vida es triste.”
Arthur Schnitzler.
Para llegar tuve que atravesar
casi toda la ciudad. Y no es que no esté acostumbrado a hacerlo. Lo hago todos
los días para ir a trabajar. Subir, subir, subir culebreando por calles
irregulares que dan todo tipo de vueltas y además hay que evitar baches y estar
atento a la posibilidad de que bajo cualquier motivo, fiesta, duelo o protesta,
los vecinos cierren las calles y haya que buscar cualquier alternativa, que van desde alguna de las dos
carreteras que rodean a la ciudad o atajos empedrados que en tiempos de lluvias
son paso de torrentes, o hasta los viejos túneles que se hicieron bajo las
carreteras originalmente para dejar pasar
ganado cuando lo que ahora son colonias eran pueblos que se dedicaban a
actividades agrícolas. Eso no es lo desagradable. Lo lastimoso y deprimente es
como por alguna razón las zonas más populosas de la ciudad, los edificios
irregulares que se apeñuzcan en los permanentes desniveles de terreno y las
viejas construcciones domésticas o comerciales que le daban tipo a la vieja ciudad,
no esconden, justamente su envejecimiento natural o prematuro, y sobre todo que
no han sido repintados en muchos años, todas las paredes descascaradas, algunas
incluso mostrando el adobe original de bardas o paredes de más de 50 años. Y lo
más feo, por razones que no se explican totalmente, lo sucio de todo, ante
todo, hoy la ciudad, que era famosa por su vegetación y carácter semitropical,
es una ciudad sucia con todas las paredes, casas y edificios ennegrecidos de
pura mugre sin que a nadie le importe, reflejando claramente el desgobierno y
corrupción de todos los ayuntamientos por los que han pasado todos los partidos
políticos justamente desde que tenemos idea de que se hacen verdaderas
elecciones.
La multitud de pueblos que se han ido sumando a la ciudad
se ha traducido, entre otras muchas cosas, en una repetición de nombres, no
sólo de los héroes nacionales en las calles del centro de cada población, sino
incluso de los santos con que los españoles renombraron a cada pueblo, y hasta
de los propios nombres náhuatl; que cuando se trata de buscar una casa es mucho
más confuso porque no se usan números, sino nombres específicos para cada
predio. Esto, por supuesto, vuelve loco al gps que además, al no tener límites,
busca los nombres en toda la república para mayor confusión y en un descuido
igual te manda a otro estado. Finalmente tiene uno que deducir por el lugar de
trabajo y las escasas y confusas orientaciones que se compartieron en el grupo
de conversación, de cual lugar se trata. Sobre todo que desviándose de la
carretera, al tomar una calle empedrada, el gps ya no tiene alcance. Y cómo
siempre en México, no hay ningún letrero y además, el lugar tiene dos nombres,
el oficial y el del pueblo que reivindica el carácter comunal. Pero
inmediatamente llama la atención lo ancho y bien empedrada de la calle bordeada
en ambos lados por grandes árboles que anuncian que justamente por ahí acaba la
ciudad y comienza el bosque tradicional, que en realidad, ahora es una colonia
lujosa de grandes propiedades escondidas entre los árboles.
Por fin un arco y una gran cantidad de coches
estacionados en batería en ambos lados de la calzada (como se le llamaba antes
a ese tipo de calles) confirman que he llegado al lugar señalado, o al menos a
uno de ellos, sin ninguna seguridad de que la ceremonia vaya a realizarse en
éste. El lugar es hermoso e inmediatamente me remite a como era todo el paisaje
en el estado cuando lo recorría junto con mi familia de niño. Rodeado de altos
árboles de varias especies de pinos y especies de alta montaña. Pero sobre
todo, todas las tumbas están todas en buen estado y bien pintadas, casi siempre
de blanco, con detalles rojos o azules, tanto las lápidas más modestas como las
que imitan ser pequeñas capillas, pero sobre todo, todo está lleno de masas de
flores, todas bien cuidadas, destacando las grandes campánulas amarillas.
Flores que se dicen que si te ponen una bajo la almohada ya no despiertas hasta
que te la quiten (¿o es sólo con las azules?). Y no es que el panteón esté
adornado para día de muertos, en esos días, me consta por varios reportajes
fotográficos y varias excursiones de turistas que he guiado, domina el color amarillo/anaranjado de los
cempasúchiles. Pero hoy, en este hermoso día soleado con apenas una nubes
ligeras que amortiguan el calor pero no la luz, hay flores rojas, blancas y
amarillas sobre todo. Y ya al final de la calzada, un grupo de flores blancas
se mueve por sobre las cabezas de las personas que van llegando a la capilla
donde se oficiará la misa. Es una capilla abierta por los cuatro costados, como
las que hicieron los misioneros para evangelizar a los pueblos de indios, pero
en este caso se ve que más bien tiene que ver con los diseños de la teología de
la liberación, que tanto cambió las cosas por estas tierras.
Pienso que, como siempre, estoy llegando tarde y voy
ensayando en mi cabeza la historia con la que voy a justificarme si alguien se
da cuenta o me pregunta algo. Pero, por suerte, nadie me pone atención, la misa
ya ha comenzado y la multitud está centrada en el altar y el padre que oficia,
y el ataúd de elegante madera que esta sobre un pedestal de mosaicos. Me doy
cuenta de que la mayoría de la gente viste muy pobremente, pero al mismo
tiempo, ese vestir pobre es un vestir tradicional, las mujeres cubiertas con
sus grandes rebozos grises desde la cabeza hasta por encima de las faldas, y
los hombres, todos sosteniendo con ambas manos frente a sí grandes sombreros.
Me comienza a llamar la atención que la mayor parte de las personas tienen un
tipo más rural que el urbano que esperaba. Y ese vestir tradicional de todos,
me regresa nuevamente a imágenes de tiempos idos, de pasados no tan lejanos.
Además, el dolor ruidoso, sentido y la intensidad con que prestan atención a la
ceremonia, como verdaderos creyentes me refuerza además el prejuicio de que no
sólo son tradicionales, rurales, sino que todavía se sienten indígenas. Y
mientras, silenciosa y lentamente me voy acercando al altar y el ataúd, me
convenzo por fin, que no es la ceremonia a la que yo venía, que no hay nadie
que yo conozca. No he llegado tarde, al contrario, he llegado temprano. Y
entonces me preocupo de que como tantas veces, se note que no me sé nada de lo
que hay que decir o hacer en una misa y trato entonces de salirme, de hacerme
menos notorio pero la gente, poco a poco, con deseos de despedirse y participar
de la letanía, se ha concentrado más y no me queda más que esperar a que
termine la ceremonia, a que comience a tocar la banda, y que un grupo de
hombres cargue el ataúd precediendo la lenta marcha de toda la gente que se va
perdiendo entre los pasillos bien señalados y alineados de las tumbas, hasta
que sólo se escucha a la lejanía las trompetas, los platillos y el tambor de la
banda que no deja de tocar. La melodía de las Golondrinas anuncia cuando
seguramente están bajando a tierra el ataúd, pero, poco después,
sorpresivamente, la banda rompe a tocar las mañanitas.
Mientras tanto, yo me quedé junto a la capilla, sentado
en la barda pequeña de una jardinera, casi, casi en cuclillas. Simplemente
esperando. No he traído libro para entretenerme o pasar el tiempo. Y sin la
radio del coche o el aparato de sonido de la casa, sin señal del celular para
abrir el youtube o redes sociales, sólo me queda sentir la suave y fresca brisa
con el olor vegetal y a flores que predomina al fondo del panteón comunal. Se
escucha el movimiento de las grandes masas de ramas de los altos árboles y poco
a poco las nubes se van agrupando iluminadas por un sol intenso dándole un
enmarcado hermoso a la pequeña reproducción de ciudad que desde donde estoy
parecen las tumbas. Imposible no pensar como le damos más importancia a los
muertos que a los vivos al ver tan cuidado y tan hermoso el panteón. Es como si
todavía fuera como había sido antes la ciudad, ordenada y hermosa, llena de
vegetación y flores, aunque el silencio, apenas roto de vez en cuando por un
gallo, definitivamente recordaba en que clase de lugar estaba.
Por lo agradable del lugar y de las sensaciones puedo
relajarme y dejar pasar el tiempo sin preocuparme, finalmente, si tal vez me
equivoqué de pueblo y de panteón. Es claramente el lugar más hermoso en que he
estado desde hace mucho. Siento que es lo que necesitaba, e incluso olvido el
malestar y la rabia que me despertó varias veces durante la noche y con que me
levanté, y cómo tuve que ir a una cafetería por un café fuerte para darme valor
para subir. Por el momento no necesito ni siquiera pensar en nada, es
simplemente estar ahí, aunque no deja de ser un bienestar con resabios de
memorias lejanas de pensar, que antes, casi todo el paisaje del estado, tanto
el natural, como el urbano, era más o menos así, al menos hasta el fin del
siglo pasado.
De pronto veo que por la calzada se acerca caminando un
hombre de piel muy quemada por el sol y las ropas negras y deterioradas, casi
como una persona en situación de calle. Viene lentamente y camina disparejo. Al
acercarse a la capilla comienza a persignarse y a hincarse cada dos pasos. Y me
digo que o es muy creyente o siente que debe algo, o las dos cosas. Pero ya más
cerca pareciera ser más bien alguien alcoholizado o junkie. Avanzando así llega
hasta el altar y luego de hincarse y persignarse ahí, voltea a todas partes. No
hay nadie más. Sólo estoy yo. Se me acerca y me dice: “Hablaron por teléfono
para avisar que el próximo difuntito se va a atrasar porque hay tráfico. Que lo
esperen por favor”. “Bueno, gracias”. Le respondo. Pero no se mueve, y se me
queda viendo insistentemente, esperando algo. Al poco parece animarse y me
dice: “¿Me da su bendición padrecito?”. Me quedo totalmente confundido y tardo
en reaccionar. Me doy cuenta de que no tiene sentido entrar en explicaciones. ¿Cómo
le digo?. Pienso además de que como estoy sentado, seguramente está viendo que
estoy ya calvo de la coronilla, y entre eso, mi complexión y edad, además de las ropas
claras (como gente del trópico que soy no sólo no tengo ropa negra, sino que mi luto es de ropas claras), está convencido. Me siento mal. Pero igual esbozo con la mano derecha
una señal un movimiento del brazo arriba y abajo y a los lados, sin decir nada.
Él me da las gracias, se vuelve a hincar, persignarse y se voltea para irse.
Pero ahora se aleja caminando con lo que parece ser un ritmo de cumbia que sólo
él escucha y con el que recorre alegremente de regreso toda la calzada. Yo me siento
contento de que tendré más tiempo para esperar entre los árboles y el paisaje
ordenado y bello del panteón. Pienso que quien crea que a los mexicanos sólo le
importan sus muertos durante dos días de noviembre, no sabe nada, o al menos no
conoce por acá. Es obvio que nos interesa más el orden y la limpieza del
panteón que el de la ciudad.
La edad me ha hecho menos curioso (he aprendido que
mientras más se acerca uno a la verdad, más sabe cosas que no hubiera querido
saber). Me había satisfecho con la pura información superficial, que ya era
bastante fuerte, indignante, no sé, no encuentro palabras, rabia, tristeza.
Tenía sólo 19 años y lo mataron para quitarle la moto. Como si bastara el
titular de la nota roja. A pesar de verlo cuando menos una vez por semana
durante tres años, nunca tuve una conversación con él ni sabía que era hijo de
uno de los compañeros que conozco desde el siglo pasado, con quien incluso jugué
en un equipo de futbol. Pero no sabía ni necesitaba más detalles. Sin embargo,
alguien que no pudo asistir me llamó en la noche para preguntarme como había
estado la ceremonia. Luego de contarle los detalles, le dije, como para poder
aligerarnos para despedirnos: “Y fíjate que me confundieron con un cura”. Y me
pidió que le explicara como había sido. “¿Y estuviste todo ese tiempo sólo ahí?”.
“Pues sí”, respondí. “¡No hombre, si justo ahí lo mataron!”, exclamó. “¿Cómo?”,
pregunté. Y ya me explicó que en medio de toda esa belleza, muy a la mexicana,
no faltaban todos esos detalles de terror y horror de nuestras historias de
vida. Que el muchacho iba cada semana a ponerle flores a la tumba de la madre
que murió durante la epidemia. Y que había subido en su moto a llevar sus
flores como siempre, pero no regresó a la casa. Que el padre pasó tres días
buscándolo. Y que por fin lo identificó en la morgue del estado. No fue fácil
porque le habían desecho la cara a golpes. Y luego, el padre pasó un día entero
ahí, entre convenciendo y sobornando a los funcionarios para que le entregaran
el cuerpo. Lo hicieron hasta la madrugada. Pero que, además, era la tercer persona que habían encontrado así en el entorno del panteón en los últimos
tiempos.
El lugar más hermoso, pero por ahora, también es el más
peligroso.
Hay cosas que no pueden comunicarse. Que no pueden
traducirse a palabras, contarse, ni compartirse. Por un lado están los dolores
físicos agudos para los que ahora tenemos buenas drogas sintéticas. Pero por
otro, está la experiencia del verdadero horror de algunas formas de agonía que
ni siquiera se pueden describir y la rabia es porque alguien le imponga eso a
otra persona. Para curar eso no basta abrazar, no hay consuelo posible,
necesitamos otro concepto, otra palabra para describir tanto la experiencia
como el poder sobrevivir a la misma. Por
un lado la crueldad con que mataron al muchacho. Pero, por el otro, se me
bloquea la mente sólo de tratar de imaginar la duración del tiempo para el
padre, todo lo que pasó por la mente y el dolor sin consuelo a lo largo de un
día y una noche en un lugar tan horrible, burocrático y frío como la morgue de
una administración, que, además, ha perdido todo sentido y orden. La belleza y
el horror tan cercanos, el cambio tan total de lo que es la vida en tan poco
tiempo, el íntimo contacto de estados de ánimo tan diferentes por tan distintas
razones. Me dan ganas de parafrasear: la belleza y el terror giran y se abrazan
en un mismo movimiento. Pero sé que sólo es retórica, palabras para llenar un
hueco irreparable. Pero al mismo tiempo se trata de no negar, no rehuir lo cerca
que nos toca, la posibilidad que nos alcanza a todos. Meros momentos que en un
sentido u otro para una persona u otra, pueden volverse absolutos.
-¿Ve a mi perra la Biviana?
- ¿Así se llama?
-Sí.
-Pues hace como una semana en lugar
de quedarse al sol en el jardín, como hace casi todo el día para evitar a la
gente que pasa por los pasillos, le ladraba como al aire y se venía de este lado
y se metía a los baños o a la puerta que encontrara abierta. Ladraba tanto que
hasta los albañiles que están construyendo el anexo, venían a ver a que le
ladraba. Y era como si le ladrara al aire. Esta era la zona de trabajo que le
tocaba al muchacho. Y ya ve que los perros ven cosas que nosotros no vemos. Alguien
comentó que cuando te matan estando inconsciente, no te das cuenta de que ya te
moriste y sigues haciendo y yendo a donde acostumbrabas, creyendo que haces lo
que tenías que hacer siempre, que hay que poner una cruz y encender una
veladora en donde te mataron para que te enteres, ¿Y sabe qué?.
-No, ¿qué?
-Que un día la perra dejó de ladrar
y otra vez a acostarse al sol como acostumbraba. Pregunté y me dijeron que ya
le habían puesto una crucecita metálica, unas flores y una veladora a la puerta
del panteón donde lo mataron. Y ya ahora ve ahí a la Biviana tan tranquila como
siempre…