viernes, 17 de abril de 2020


                   
Memoria de Chabela.



Cuando era adolescente de 11 o 12 años, casi todos los domingos la familia viajaba a Miacatlán a casa de la tía para poder checar unos terrenos ejidales que le habían rentado o algo parecido a mi papá para sembrar pepinos, o lo que el ejido decidiera, ya que de hecho los ejidatarios decidían y finalmente levantaban la cosecha y comercializaban. Pero había una confusión porque era el momento en que comenzaba a ser más redituable irse al norte que quedarse en el campo y el propio comisario ejidal, de hecho, con base en su experiencia de brasero de los tiempos clásicos, o sea de la segunda guerra, era quien organizaba la viajada de los hombres jóvenes hasta la frontera. Y en parte por esa misma confusión o alguna otra, en el patio del comisario era posible ver intactas, dos enormes y flamantes máquinas cosechadoras regaladas por el gobierno que nunca vi moverse hasta que quedaron destruidas en el mismo sitio. Pero la migración ahora también era oportunidad para las mujeres jóvenes, aunque muy distinta, fue la época donde se generalizó la oportunidad de trabajar de sirvientas en la ciudad de Cuernavaca y comenzaba incluso, para las más osadas o mejor relacionadas, ir hasta el Distrito Federal. La diferencia es que las que iban a Cuernavaca podían salir en camión en la madrugada y regresar por el mismo medio al atardecer para llegar a dormir a casa de sus padres.

          La mecánica del viaje dominguero era siempre la misma. Llegar, saludar a la tía y salir inmediatamente, esperando ganarle al sol seco de medio día, a revisar los terrenos y de ahí, los que querían podían bajar hasta la laguna de Coatetelco, donde muchas veces, bajo el calorón, me metía a nadar con todo y pantalones porque había muchísima hierba y no me sentía con la confianza de los jóvenes locales para meterme sólo en calzones a enredarme con el hierbazal acuático. Pero en realidad no me gustaba acompañar a mi padre al terreno porque la mayor parte del tiempo había que aprovechar para remover piedras. En la inteligencia campesina le habían dado a mi padre uno de los peores lotes porque estaba lleno de piedra y por eso no querían meter maíz ahí. Entonces, armados sólo de un azadón había que remover las piedras y en teoría irlas juntando para ir construyendo una barda, pero, cada vez que regresábamos, al siguiente domingo, las piedras que habíamos separado y juntado en montones, habían desaparecido. En todo caso, más con las piedras grandes era un trabajo pesado, a veces auxiliado con una palanca, pero muchas veces a mano limpia y siempre cuidándose de los alacranes que vivían debajo de ellas. Otras veces era peor. Por alguna razón o se rompía el apancle que corría en la parte de arriba y el terreno estaba inundado y había que -a pura mano, otra vez- repararle las paredes con la misma tierra, o al revés, habían tapado a propósito la salida del agua para el terreno y había que abrirla para que entrara el agua al menos mientras estábamos ahí.

          Por eso, cuando no se suponía que habría que hacer algún trabajo en particular, no recuerdo si me preguntaban o sólo me dejaban, me podía quedar en la casa de la tía. Y eso significaba sentarme sobre la barda de piedra bajo la sombra de un árbol de pinzanes y aprovechar para ir cortando los que estaban al alcance de la mano y abriéndoles uno por uno la envoltura de cáscara roja, comer la jugosa y sabrosa pulpa blanca y tirar las semillas negras. Invariablemente, al poco rato, Chabela, vestida de pantalones de mezclilla y camisa de leñador, pero sobre todo con unas llamativas botas de media caña, seguida por la perra amarilla de mi tía, salía de la obscuridad fresca de la casa de adobe y ponía una silla en el umbral de la puerta, regresaba por su guitarra y se sentaba a afinarla. Al poco rato, sin prisa ninguna, comenzaba a cantar una u otra canción, deteniéndose o recomenzando según le venía en gana. Todas eran de lo que yo consideraba entonces canciones rancheras, y después sabría que la mayoría eran de su amigo José Alfredo.

          Después de ignorarme por un largo tiempo inmensurable bajo el calor durísimo del medio día, sacaba un billete de diez pesos y sin mirarme me ordenaba: “Vete a la esquina a comprar una botella de tequila”. Brincaba yo desde la barda, y acompañado por la perra, caminaba entre las bardas de piedra desbordadas de vegetación de la calle hasta la esquina. Un letrero en una casa cuadrada de ladrillo pintada de verde anunciaba “La Esquina”. Era una tienda con unas cuatro mesas de lámina con sus respectivas sillas, un mostrador de madera frente a un librero lleno de latas y mercancía variada y colorida y una rockola. Siempre estaba casi vacía, tres o cuatro tipos sombrerudos en la mesa disfrutando de la sombra que contrastaba con la luz de la puerta siempre abierta. El vacío lo llenaba siempre el escándalo de la rockola que distorsionaba con el volumen alguna canción ranchera o tropical.

          El dueño reía al verme llegar: “¿Te manda la borracha?”. Había en el tono tanto la agresión para demostrar públicamente un reproche, al mismo tiempo había una cierta familiaridad por la convivencia y amistad que de hecho tenía con mi tía y la admiración que le tenían a Chabela porque la habían oído cantar aunque no sabían su historia. Y no faltaba entre los tipos de las mesas algún comentario provocador de “Mira, lo manda una vieja, ¿no tendrá también sus cosas?”. Pero yo iba a lo que iba, cuando mucho mirando de reojo las pistolas en los cinturones o los machetes recargados en el suelo por si había que salir corriendo. Extendía el billete con la foto de la tehuana y sólo decía: “Tequila”. En realidad no había otra cosa y siempre era lo mismo, así que igual no necesitaba decir nada. A veces el dueño me decía, “Pues dile a la novia de la maestra que se venga a echar una o dos canciones acá, que no somos malos”. Y yo le señalaba el letrero prohibiendo la entrada de mujeres y que era el pretexto de mandarme a mi por la botella.

          Cuando regresaba, ya Chabela tenía en el suelo un plato con un vaso, limones y sal. Y seguía cantando canción por canción, trago por trago. Al rato llegaba siempre la esposa del comisario ejidal cargando una gran olla abierta de barro llena de un guiso de conejo al pipián para todos. Yo la ayudaba a encontrarle acomodo en la mesa de la casa que casi siempre estaba ocupada con los bártulos de pintura o herramientas de todo tipo de mi tía. Chabela se sentaba directamente a comer y yo robaba un taco con puro pipián sin carne y me iba a la parte de atrás, a ver los conejos que criaba mi tía en un cobertizo. Cuando escuchaba que llegaba mi familia salía para unirme a la comida. Mi padre siempre me hacía el comentario: “No se porque prefieres quedarte con la borracha a ir a ver los terrenos”. Mi tía soltaba alguna expresión de reproche cuando veía la botella a medias sobre la mesa, y nos sentábamos todos a comer ruidosamente mientras Chabela dormía en una de las camas de madera y colchón de petate de mi tía.

          Fui el último de la familia que fue a visitar a mi tía en un asilo sobre la barranca de Amatitán en Cuernavaca, sufría los estragos del enfisema pulmonar y agradecía que en el asilo los dejaban adoptar a los gatos que llegaban de la calle o de la barranca. Me preguntó por la salud de Chabela porque había leído que se había puesto mala y la habían hospitalizado en su tierra. Le dije que ya había salido pero que no sabía si ya había regresado a Tepoztlán donde se suponía que estaba viviendo.

sábado, 4 de abril de 2020


Cultura en el siglo XXI, segmentaciones y exclusiones.

Rodolfo Uribe Iniesta.

(Publicado en la Revista de Arte Boticario No.10 http://www.revistarab.com/ensayo.html)



“En un universo infinito, cada punto puede considerarse el centro porque cada punto tiene un número infinito de estrellas a cada lado”.

                    Stephen Hawking.





¿Qué pasa con la cultura en la vida del siglo XXI? Lo primero es que está escindida entre diversas dimensiones: la Alta Cultura o Cultura Académica jerárquica y etnocéntrica está en crisis al ser cuestionados sus fundamentos básicos. En este punto podemos decir que ya no es la Cultura sino la discusión sobre la Cultura. En la segunda mitad del siglo XX se hizo hegemónica a nivel mundial la Cultura Mediática o Cultura Pop, justamente mediatizada en sus diversas formas y niveles por los medios de comunicación pero todavía constituyendo un espacio público común mundial aún jerarquizado, etnocéntrico y mediatizado y constituido cada vez más sólo por “productos” de la industria cultural (musical, cinematográfica, editorial etc.). Y la actual dispersión de “plataformas”, de “mundos”, de “espacios”, de “centros” y “formas”, “alcances” de producción no sólo de “productos”, sino también de actividades culturales donde cada espacio, aunque con alcances limitados, es un “centro” y un “mundo” propio. En conjunto estos últimos son una gran riqueza, tienden a romper la escisión entre productor y consumidor, pero sus alcances tienden a ser sólo locales.

El problema, sin embargo, en la vida cotidiana, conformada cada vez más por un sector provisorio que para mantener sus niveles de consumo y su integración a la economía formal tienen que estar todo el tiempo cambiando y capacitándose, desarrollando habilidades más que conocimientos; y otro conformado por los precarios que viven de la economía informal, es que ya no sólo se trata de la enajenación de convertir a las grandes masas en meros “consumidores” de “productos culturales”, sino el problema cotidiano en ambos sectores es tener “tiempo” para relacionarse de alguna forma, “exponerse”, y no se diga participar en actividades culturales que permitan experimentar sensaciones emotivas y estéticas. Luego entonces la cultura cada vez más aparenta vivir sólo en los intersticios de todo tipo de esta sociedad, de ahí su carácter de resistencia, de aparente clandestinidad y sacrificio. Y de pronto, en el día a día, se siente que sólo quienes se dedican a la cultura tienen acceso a ella, quedando excluido el resto de la sociedad.




Hay que darnos una idea sobre a qué nos referimos por cultura, cuestión que nunca ha sido evidente, pero que en la práctica social, y básicamente en la comunicación social, mediática o no, significa que nos referimos a actividades y prácticas intelectuales de formación o de disfrute que pueden incluir actividades físicas o materiales, pero que comparten el ser expresivas de contenidos específicos a los diversos grupos sociales, afirmándolos o incluso contraponiéndose o negándolos con una acción que finalmente es también afirmativa de otro sentido, formas o contenidos. Justamente, mientras que en las actividades que consideramos “económicas” son indiferentes las características propias intrínsecas y originales de las mismas siempre que puedan equiparse a un valor de cambio; en las culturales es justamente lo más importante. Y también la diferencia está que las primeras se justifican meramente por su carácter inmediato de necesidad o rentabilidad; mientras las segundas forzosamente implican una calidad de experiencia emocional, afectiva, lúdica, erótica, intelectual o identitaria. Son dos “reinos”, dos “calidades”, dos “mundos”, que no son necesariamente ni naturalmente incompatibles, entre los cuales históricamente ha habido siempre dinámicas de interacción. Así, antes, en las sociedades premodernas la producción de satisfactores para la vida se hacía directamente mediante actividades altamente cargadas de cualidades identitarias incluso emotivamente; hasta que la modernidad vino a darle más importancia a la técnica impersonal y desidentificada como forma de producir y consumir masivamente. Y luego, la propia técnica y masividad colonizaría las actividades identitarias, emocionales y experienciales convirtiendo a la cultura en “productos” y “consumibles”. La cultura fue dejando de ser algo que se hacía y vivía para ser otro consumible más, y hoy cuando se habla de nivel cultural se habla de nivel de consumo cultural.

          La sociedad moderna contemporánea ha reducido la cultura a lo contrapuesto al mundo del trabajo (como si éste mundo no fuera también una propia forma particular de cultura, pero que justo niega progresivamente en su exceso la expresión o actividad intelectual y hasta física del participante). El trabajo, sea físico, sea intelectual o virtual, cuando sometido a una finalidad y sobre todo una funcionalidad eficientista cada vez más financiera, se convierte en una enajenación y negación de las capacidades y actividades del trabajador, aunque eso no implica la posibilidad de que tal persona pueda tener o desarrollar su propia actividad cultural, pero entendida ahora dentro de lo que se llama “tiempo libre”. Y sin embargo, desde mediados del siglo pasado Henri Lefebvre y Guy Debord señalaban como el mundo de la producción de valor colonizaba el tiempo libre en un proceso que se manifestaba sobre todo en la conversión del individuo de un actor a un mero consumidor. En un retorcimiento de las cosas, al final del siglo, una persona que “gusta”, o goza de la cultura, es un mero consumidor. Y el problema es ahora el del “acceso” a la cultura, que en realidad es una cuestión de “acceso” a “productos culturales”, y los artistas o creadores, ya no son personas que “hacen su vida” mediante actividades intelectuales o artísticas no directamente dentro del mundo de la producción de valor, sino, que a su vez, han sido integrados y reducidos a productores de “productos culturales”. Ellos mismos a su vez, sufren también de la disyuntiva de los tiempos segregados entre el productivo y el libre, sólo que en ambos casos se encuentran dentro del ámbito de producir o consumir productos culturales. Y por ende, en automático se genera un proceso de exclusión para aquellos que no tienen el tiempo libre, ni los medios, ni los recursos para acceder a los productos culturales que además pueden estar geográficamente concentrados en lugares de accesos lejanos o que impliquen mayores costos. O aún con la accesibilidad, al menos virtual, que daría la informática, no tienen la formación, o la capacidad de entenderlos, o disfrutarlos. 



          Aunque en el mundo de la modernidad la regla básica era la inclusión, que planteaba entonces el problema de destruir las formas tradicionales de vida donde la supervivencia física estaba integrada a la experiencia cultural; ahora vivimos bajo la lógica de la extrema segmentación e incluso los aislamientos. Dentro de la integración de la modernidad se había llegado incluso a la formación de una misma noosfera (espacio intelectual) mundial, o al menos general de cada nación, espacios sociales de comunicación compartida, aún cuando estuviera jerarquizada por ejemplo por los productos audiovisuales americanos y en general los productos intelectuales también europeos (como la literatura, la ciencia, y las disciplinas artísticas). Ahora, sobre todo la informática y las nuevas tecnologías de comunicación aplicadas a la producción y la distribución de productos culturales lleva bajo la dirección de las nuevas formas de negocio, a la extrema dispersión, en donde los espacios sociales públicos -tan queridos y promovidos por Habermas- se están desarticulando en infinitas particularidades con un previsible efecto próximo de incomunicabilidad, no sólo de mensajes, sino sobre todo de imaginarios compartidos.

          Puede entonces lo mismo hablarse de una crisis de la “Cultura”, pero al mismo tiempo de una explosión de las “culturas” particulares. La vieja “Cultura” jerarquizada y etnocentrista, académica, ha ido perdiendo jerarquización, consistencia y universalidad. Pero al mismo tiempo, su principal subproducto moderno: la “cultura popular” o “cultura pop”, que se convertiría en el principal producto de exportación y homogeneización cultural mundial, y en realidad una cultura mediática, una cultura de los medios, también va perdiendo su carácter de integrador universal al diseminarse las capacidades de acceso, pero sobre todo, y en eso vendría la nueva riqueza, de producción. Nuevas formas, nuevos canales, nuevos contenidos de producción y disfrute de nuevas actividades que pueden o no ser a su vez productos o sólo productos o no.

          Luego entonces el problema de la Cultura o culturas, ha pasado de ser la jeraquización y monopolización, al de la disyunción entre productores o participantes contra meros consumidores, pero sin embargo en un nivel más inmediato y cotidiano, el más agudo está siendo en las formas de vida modernas, que la gente provisoria que tiene alta capacidad económica porque vive adaptándose constantemente a las actividades económicas formales “no tiene tiempo”, por un lado, y los precarios no tienen ni el tiempo ni los recursos. Por eso, lo que vale es el esfuerzo de resistencia de hacer y vivir con sentido expresivo e identitarios, actividades propias y de comunicación que rompan también con las limitaciones de esa especie de ghetto que se quiere imponer a los artistas como espacio limitado por un lado, y al resto de la sociedad por el otro, trabajando desde todo resquicio y con toda iniciativa para transitar y comunicar todos los espacios posibles. Y eso implica, por supuesto, que cada uno haga lo posible por superar también la mera condición de consumidor.