El Hombre del Periférico.
Rodolfo Uribe Iniesta.
Adicto a aprehender el mundo, a
tratar de comprenderlo a través de imágenes, de pronto, al volver a verlo, me
sorprendo sintiéndome frustrado de no poder fotografiarlo. Siempre que lo veo
es en el mismo lugar y mientras voy
manejando, en un lugar, donde por esa extraña combinación de circunstancias que
rige el tráfico, un lugar seguramente extraño, una especie particular de
atractor de orden, nunca hay congestionamiento. Por lo tanto, siempre paso
forzadamente circulando a una velocidad que me impide extender un brazo con la
cámara digital o el teléfono para tomar la foto. Y además justamente siempre paso por ahí con
el tiempo medido para llegar a una hora fija, quizás la única actividad con
hora fija que subsiste en mi rutina de los días. Y de entrada también entiendo
el egoísmo de verlo desde la frustración de no poder establecer el único tipo
de interacción que estoy interesado de realizar con él. Siempre sentado en lo que mi guía oral del gps llama arcén,
el borde de la vía rápida en el carril interno de un complejo paso a desnivel.
Un lugar casi inaccesible, y él está ahí simplemente sentado con la mirada en
ninguna parte mientras a menos de un metro de él circulan velozmente los
coches. La mirada en ninguna parte, la ropa sucia, los pelos grises y largos y
ese montón informe de trapos que caracteriza a los sin casa. Pero lo particular
es que es un sin casa que pasa los días en un lugar aparentemente inaccesible,
o en todo caso de muy peligroso acceso a pie, que es seguramente como llega
tras caminar por los muy estrechos bordes de los viaductos donde o circulan a
toda velocidad los coches o se encuentran atorados. Su banqueta, su borde,
tiene a la espalda el barandal de concreto con el que se evitaría que un coche
al chocar volara sobre la otra vía rápida elevada que queda apenas a unos dos
metros atrás. Profesionalmente , quizás pensé la primera vez, que era un buen
ejemplo de un no lugar como lo llama la antropología moderna, un lugar de paso,
un lugar abierto, sin definición, donde no hay marcas que guíen la interacción
de quienes ahí llegan, o visceversa, un lugar donde puede establecerse cualquier
interacción no marcada, no guiada, no predefinida. Ese espacio incómodo donde
ante la falta de pautas, la gente, agotada por la urbana saturación, prefiere
ignorarse antes que entrar en la angustia de establecer de la nada los
parámetros de relación, cosa que sólo se acostumbran a hacer profesionalmente
los vendedores, encuestadores, entrevistadores y ese tipo de gente al borde de
la sociedad que con sus superficiales relaciones median entre los planeadores y
realizadores y los consumidores. Esa gente que termina sus días agotados por un
cansancio profesional particular producto de superar la angustia natural de cada encuentro siempre por
necesidad superficial, o peor aún donde tiene que a toda velocidad construir
una confianza que 20 minutos después será del todo inútil porque no volverá a
ver a esa gente en todo la vida. O peor aún esa clase de flanneurs suicidas que
intentan profundizar, cuestionar, cuestionarse, entender, entenderse en cada
encuentro como si cada persona (lo único accesible, perceptible, la persona, no
el ser humano como muy bien explica Simone Veil) fuera importante,
significativa, tratar, siguiendo el precepto Sartriano de relacionarse con cada
persona con el todo de cada persona,
aceptarla con su particular todo, y no con el recorte de rol con el que
casi siempre nos relacionamos y siempre, inefablemente, de manera
insatisfactoria. Tratar a cada individuo como si fueran parte del gran
holograma humano, o un Aleph borgiano, y sobre todo, tratar de captarlo en el
corto instante de hacer una pregunta, de cruzar una mirada, de pedir algo, de
pagar, de vender…
De
alguna manera me llega a la mente la idea de que eso es precisamente lo que busca
y ha obtenido este hombre – que mi subconsciente lleno de elementos imaginarios
de la narrativa de los Beatles, llama ya Nowhere Man, aunque en realidad es
todo lo contrario al nowhere man de la canción y de la película porque
justamente es un no consumidor, es un no conformista, alguien que no necesita
ya, aparentemente de consensos para vivir…Es el hombre contrario al confort buscado,
el hombre contrario a la más mínima comodidad. No sólo él es inaccesible, pasa
el día en un lugar inaccesible. No sólo es aislado. Su mínimo rincón de aires
de combustión automotriz y sin paisaje, no es la isla de concreto que describe
Ballard, respecto a su náufrago suburbano en su novela. En la situación que él
describe, hay un espacio, un lugar, un triángulo vacío, si inaccesible, pero
además inescapable entre la velocidad de circulación de los automóviles en la
vía expresa, y el náufrago es alguien que anhela regresar a su vida, a su casa,
a sus relaciones, a sus familiares y conocidos. En este caso claramente,
primero, no es ni siquiera un lugar, ni vacío ni lleno; no es un espacio. No se
trata tampoco de un lugar, hábitat precario de homeless, de sin casa, como sí
son por ejemplo, para grupos de jóvenes, los espacios de tierra vacía que hay
en la Calzada de Tlalpan entre el paso del Tren Ligero y la entrada de los
camiones foráneos a la Terminal del Sur. Triangulado por el concreto otra vez
que resguarda las dos vías hay un espacio que han colonizado con telas y
plásticos un grupo de jóvenes sin casa, en ese sentido como desde hace muchos
años o quizás siempre, éste tipo de jóvenes prolongan sobre la ciudad, la edad
y la vida, ese juego infantil de jugar a la casita, pero de ese modo dramático,
precario, duro, sin esperanzas con que
se da su vida. Lo mismo pasa debajo de los pasos a desnivel de la Calzada de
Tlalpan, en el pedazo de tierra que ha quedado entre el paso inferior del metro
y el superior de la avenida que cruza, la misma historia que dura hasta que
cada de tanto en tanto son expulsados y sus pertenencias desalojadas y
destruidas por esa combinación de trabajadores sociales y policías con que
mantienen un frágil hilo de relación con el sistema civil. Estos muchachos
hacen un esfuerzo por construir un lugar, incluso, de alguna manera, un hogar,
señalan, apropian, y aunque sea por mera apilación de cosas recuperadas de la
basura, construyen y con pintas en el concreto, marcan, se apropian.
En este caso el punto lo marca la presencia
del cuerpo del hombre y sus trapos en medio de la continuidad del trazo de
concreto de la banqueta y el barandal. Y él voluntariamente se ha puesto en ese
lugar donde nadie se le puede acercar, donde nadie puede interactuar con él, y
donde, paradójicamente, no está escondido en el sentido de hacerse no visible,
no evidente. Al contrario, su exposición es total, igual que el riesgo
potencial que vive a pocos centímetros de los coches circulando velozmente. Un
refugio que es todo lo contrario de lo que uno acostumbra pensar de un refugio.
Pero la acción del hombre de atravesar las vías rápidas, el cruce del viaducto,
y las laterales del periférico, implican una volición de búsqueda de ese lugar
precisamente, como quien busca refugio. En esas condiciones, ¿un refugio frente
a qué cosa, un refugio de qué cosa? Tenemos en esta ciudad la expresión, “como
un perro en el periférico”, pero siempre suponemos que los perros llegaron ahí
por casualidad o por su incapacidad de comprender lo que es una carretera, un
camino sólo para coches, etcétera. Pero este hombre llega ahí porque quiere,
todos los días, sabe a dónde va y dónde permanece. Quiere estar ahí con todas
estas connotaciones. Y me parece que es un punto extremo en el esfuerzo de
estas personas que por una razón u otra, o por toda una historia de vida,
terminan llevando una vida que implica, supone, incluso, podría pensar, busca
justamente todas estas condiciones. Una condición extrema de la incomunicación
y el aislamiento frente a la versión que yo llamo de los caminantes…
De pocos años
acá hay más de ellos. Son personas que con más o menos aspecto de autoabandono,
de sin casa, o como eufemiísticamente se dice ahora, “en situación de calle”,
que circulan por las carreteras. Los ve uno caminando, sobre todo, donde son más
visibles porque su presencia es más arbitraria y sin sentido, en las cunetas de
las carreteras rápidas, las autopistas, las que normalmente tienen cercas para
evitar el cruce de animales, y donde no hay paradas de los camiones y
transportes locales. Los he visto incluso en tramos largos de las nuevas
carreteras que en 200 kilómetros no atraviesan ningún pueblo o ciudad y ahí están
caminando con sus bolsas de plástico y su ropa sucia, el cabello descuidad,
crecido, sucio. Caminando con la seguridad de ir a algún lado ahí donde
razonablemente no hay a donde llegar a pie. En su caminar, su desplazarse
infinito, aparentemente sin objetivo y sin destino definido, solamente regulado
por la capacidad y los estados físicos…me parece ver también esa enorme, dura,
diría brutal, voluntad por situarse en una condición de inaccesibilidad, de
incomunicabilidad mucho más perfecta que la de los antiguos ascetas y eremitas,
pero además, tremendamente violenta. Tanto para ellos, como por el entorno en
que se sitúan, como para quienes ponen atención en ellos. Su presencia, o no
presencia, su presencia negativa fuera de todo tipo posible de encuadre, de
identificación, como no sea la negativa, de una mera negación, por fuerza que a
quien no mira ignorando, mira sin ver, termina también violentando, con esa
violencia de lo inasible, lo inexplicable, lo irracional, y tal vez, por esa
sospecha e indignación de que sea una violencia gratuita. Tal vez esa sensación
de ser violentado que justamente explica al ver sin ver, el no mirarlos cuando
se mira, su negación, viene justamente de que es inevitable plantearse la
pregunta de lo que esa persona ahí le quiere decir o preguntar (no porque sea
su voluntad personal, individual, de hecho esa persona es quien menos hace consciencia
de ser visto es decir, no que la persona quiera decirle algo, quiera manifestar
o ser vehículo de algún mensaje como quien de una manera u otra se manifiesta).
Es la presencia. La mera presencia la que cuestiona. La que algo le quiere
decir a quien pasa (¿Quién realmente pasa, de pronto, frente a un caminante, es
una mera cuestión de diferentes velocidades, incluso en el caso del hombre del
periférico), a quien no mira sobre todo, y también a quien mira.
Y la otra
pregunta inevitable que se hará o se
negará, es lo mismo, todo “el que pasa”, es sobre la historia que lleva a una
persona adulta a esa situación. A ese lugar. La negación, inevitable, casi
siempre, es el más seguro indicador, de que seguramente hay o debe haber algo
común, y que en el fondo, tanto quien va al volante de un transporte, de un
coche particular, de un camión de carga o de pasajeros, los pasajeros que miran
a los lados en la desocupación de ser transportado, todos, somos perfectamente
intercambiables con los caminantes, o con, el simple estar, ahí, inaccesible,
del hombre del periférico. Y la clave está en la necesaria e inevitable
historia personal del caminante, de quien está ahí.
Sí le tomo un
día una foto, si llego a hacerlo, tal vez podré mostrarlo a otros. A mi entorno
habitual. A las personas que le dan realidad a mis esfuerzos diarios. Que
encuentran razonables mis preocupaciones. Miren. Existe. No lo imagino. Está ahí,
objetivo, independiente de mi voluntad. No soy responsable de él. Está ahí. Y
yo no sé nada. Yo sólo paso por ahí dos veces por semana vigilando el tiempo,
el nivel de combustible, la sintonización del radio, repasando el temario que
toca exponer, checando si estoy peinado, la ropa, las horas ocupadas del día,
los pagos atrasados…las citas donde cuadramos horarios y matrices de
actividades con los conocidos, los accesibles por voluntad o necesidad.