domingo, 27 de octubre de 2013


El Hombre del Periférico.

Rodolfo Uribe Iniesta.

Adicto a aprehender el mundo, a tratar de comprenderlo a través de imágenes, de pronto, al volver a verlo, me sorprendo sintiéndome frustrado de no poder fotografiarlo. Siempre que lo veo es en el mismo lugar y mientras  voy manejando, en un lugar, donde por esa extraña combinación de circunstancias que rige el tráfico, un lugar seguramente extraño, una especie particular de atractor de orden, nunca hay congestionamiento. Por lo tanto, siempre paso forzadamente circulando a una velocidad que me impide extender un brazo con la cámara digital o el teléfono para tomar la foto.  Y además justamente siempre paso por ahí con el tiempo medido para llegar a una hora fija, quizás la única actividad con hora fija que subsiste en mi rutina de los días. Y de entrada también entiendo el egoísmo de verlo desde la frustración de no poder establecer el único tipo de interacción que estoy interesado de realizar con él. Siempre sentado  en lo que mi guía oral del gps llama arcén, el borde de la vía rápida en el carril interno de un complejo paso a desnivel. Un lugar casi inaccesible, y él está ahí simplemente sentado con la mirada en ninguna parte mientras a menos de un metro de él circulan velozmente los coches. La mirada en ninguna parte, la ropa sucia, los pelos grises y largos y ese montón informe de trapos que caracteriza a los sin casa. Pero lo particular es que es un sin casa que pasa los días en un lugar aparentemente inaccesible, o en todo caso de muy peligroso acceso a pie, que es seguramente como llega tras caminar por los muy estrechos bordes de los viaductos donde o circulan a toda velocidad los coches o se encuentran atorados. Su banqueta, su borde, tiene a la espalda el barandal de concreto con el que se evitaría que un coche al chocar volara sobre la otra vía rápida elevada que queda apenas a unos dos metros atrás. Profesionalmente , quizás pensé la primera vez, que era un buen ejemplo de un no lugar como lo llama la antropología moderna, un lugar de paso, un lugar abierto, sin definición, donde no hay marcas que guíen la interacción de quienes ahí llegan, o visceversa, un lugar donde puede establecerse cualquier interacción no marcada, no guiada, no predefinida. Ese espacio incómodo donde ante la falta de pautas, la gente, agotada por la urbana saturación, prefiere ignorarse antes que entrar en la angustia de establecer de la nada los parámetros de relación, cosa que sólo se acostumbran a hacer profesionalmente los vendedores, encuestadores, entrevistadores y ese tipo de gente al borde de la sociedad que con sus superficiales relaciones median entre los planeadores y realizadores y los consumidores. Esa gente que termina sus días agotados por un cansancio profesional particular producto de superar la angustia  natural de cada encuentro siempre por necesidad superficial, o peor aún donde tiene que a toda velocidad construir una confianza que 20 minutos después será del todo inútil porque no volverá a ver a esa gente en todo la vida. O peor aún esa clase de flanneurs suicidas que intentan profundizar, cuestionar, cuestionarse, entender, entenderse en cada encuentro como si cada persona (lo único accesible, perceptible, la persona, no el ser humano como muy bien explica Simone Veil) fuera importante, significativa, tratar, siguiendo el precepto Sartriano de relacionarse con cada persona con el todo de cada persona,  aceptarla con su particular todo, y no con el recorte de rol con el que casi siempre nos relacionamos y siempre, inefablemente, de manera insatisfactoria. Tratar a cada individuo como si fueran parte del gran holograma humano, o un Aleph borgiano, y sobre todo, tratar de captarlo en el corto instante de hacer una pregunta, de cruzar una mirada, de pedir algo, de pagar, de vender…

                De alguna manera me llega a la mente la idea de que eso es precisamente lo que busca y ha obtenido este hombre – que mi subconsciente lleno de elementos imaginarios de la narrativa de los Beatles, llama ya Nowhere Man, aunque en realidad es todo lo contrario al nowhere man de la canción y de la película porque justamente es un no consumidor, es un no conformista, alguien que no necesita ya, aparentemente de consensos para vivir…Es el hombre contrario al confort buscado, el hombre contrario a la más mínima comodidad. No sólo él es inaccesible, pasa el día en un lugar inaccesible. No sólo es aislado. Su mínimo rincón de aires de combustión automotriz y sin paisaje, no es la isla de concreto que describe Ballard, respecto a su náufrago suburbano en su novela. En la situación que él describe, hay un espacio, un lugar, un triángulo vacío, si inaccesible, pero además inescapable entre la velocidad de circulación de los automóviles en la vía expresa, y el náufrago es alguien que anhela regresar a su vida, a su casa, a sus relaciones, a sus familiares y conocidos. En este caso claramente, primero, no es ni siquiera un lugar, ni vacío ni lleno; no es un espacio. No se trata tampoco de un lugar, hábitat precario de homeless, de sin casa, como sí son por ejemplo, para grupos de jóvenes, los espacios de tierra vacía que hay en la Calzada de Tlalpan entre el paso del Tren Ligero y la entrada de los camiones foráneos a la Terminal del Sur. Triangulado por el concreto otra vez que resguarda las dos vías hay un espacio que han colonizado con telas y plásticos un grupo de jóvenes sin casa, en ese sentido como desde hace muchos años o quizás siempre, éste tipo de jóvenes prolongan sobre la ciudad, la edad y la vida, ese juego infantil de jugar a la casita, pero de ese modo dramático, precario, duro, sin esperanzas  con que se da su vida. Lo mismo pasa debajo de los pasos a desnivel de la Calzada de Tlalpan, en el pedazo de tierra que ha quedado entre el paso inferior del metro y el superior de la avenida que cruza, la misma historia que dura hasta que cada de tanto en tanto son expulsados y sus pertenencias desalojadas y destruidas por esa combinación de trabajadores sociales y policías con que mantienen un frágil hilo de relación con el sistema civil. Estos muchachos hacen un esfuerzo por construir un lugar, incluso, de alguna manera, un hogar, señalan, apropian, y aunque sea por mera apilación de cosas recuperadas de la basura, construyen y con pintas en el concreto, marcan, se apropian.

 En este caso el punto lo marca la presencia del cuerpo del hombre y sus trapos en medio de la continuidad del trazo de concreto de la banqueta y el barandal. Y él voluntariamente se ha puesto en ese lugar donde nadie se le puede acercar, donde nadie puede interactuar con él, y donde, paradójicamente, no está escondido en el sentido de hacerse no visible, no evidente. Al contrario, su exposición es total, igual que el riesgo potencial que vive a pocos centímetros de los coches circulando velozmente. Un refugio que es todo lo contrario de lo que uno acostumbra pensar de un refugio. Pero la acción del hombre de atravesar las vías rápidas, el cruce del viaducto, y las laterales del periférico, implican una volición de búsqueda de ese lugar precisamente, como quien busca refugio. En esas condiciones, ¿un refugio frente a qué cosa, un refugio de qué cosa? Tenemos en esta ciudad la expresión, “como un perro en el periférico”, pero siempre suponemos que los perros llegaron ahí por casualidad o por su incapacidad de comprender lo que es una carretera, un camino sólo para coches, etcétera. Pero este hombre llega ahí porque quiere, todos los días, sabe a dónde va y dónde permanece. Quiere estar ahí con todas estas connotaciones. Y me parece que es un punto extremo en el esfuerzo de estas personas que por una razón u otra, o por toda una historia de vida, terminan llevando una vida que implica, supone, incluso, podría pensar, busca justamente todas estas condiciones. Una condición extrema de la incomunicación y el aislamiento frente a la versión que yo llamo de los caminantes…

De pocos años acá hay más de ellos. Son personas que con más o menos aspecto de autoabandono, de sin casa, o como eufemiísticamente se dice ahora, “en situación de calle”, que circulan por las carreteras. Los ve uno caminando, sobre todo, donde son más visibles porque su presencia es más arbitraria y sin sentido, en las cunetas de las carreteras rápidas, las autopistas, las que normalmente tienen cercas para evitar el cruce de animales, y donde no hay paradas de los camiones y transportes locales. Los he visto incluso en tramos largos de las nuevas carreteras que en 200 kilómetros no atraviesan ningún pueblo o ciudad y ahí están caminando con sus bolsas de plástico y su ropa sucia, el cabello descuidad, crecido, sucio. Caminando con la seguridad de ir a algún lado ahí donde razonablemente no hay a donde llegar a pie. En su caminar, su desplazarse infinito, aparentemente sin objetivo y sin destino definido, solamente regulado por la capacidad y los estados físicos…me parece ver también esa enorme, dura, diría brutal, voluntad por situarse en una condición de inaccesibilidad, de incomunicabilidad mucho más perfecta que la de los antiguos ascetas y eremitas, pero además, tremendamente violenta. Tanto para ellos, como por el entorno en que se sitúan, como para quienes ponen atención en ellos. Su presencia, o no presencia, su presencia negativa fuera de todo tipo posible de encuadre, de identificación, como no sea la negativa, de una mera negación, por fuerza que a quien no mira ignorando, mira sin ver, termina también violentando, con esa violencia de lo inasible, lo inexplicable, lo irracional, y tal vez, por esa sospecha e indignación de que sea una violencia gratuita. Tal vez esa sensación de ser violentado que justamente explica al ver sin ver, el no mirarlos cuando se mira, su negación, viene justamente de que es inevitable plantearse la pregunta de lo que esa persona ahí le quiere decir o preguntar (no porque sea su voluntad personal, individual, de hecho esa persona es quien menos hace consciencia de ser visto es decir, no que la persona quiera decirle algo, quiera manifestar o ser vehículo de algún mensaje como quien de una manera u otra se manifiesta). Es la presencia. La mera presencia la que cuestiona. La que algo le quiere decir a quien pasa (¿Quién realmente pasa, de pronto, frente a un caminante, es una mera cuestión de diferentes velocidades, incluso en el caso del hombre del periférico), a quien no mira sobre todo, y también a quien mira.

Y la otra pregunta inevitable que se hará  o se negará, es lo mismo, todo “el que pasa”, es sobre la historia que lleva a una persona adulta a esa situación. A ese lugar. La negación, inevitable, casi siempre, es el más seguro indicador, de que seguramente hay o debe haber algo común, y que en el fondo, tanto quien va al volante de un transporte, de un coche particular, de un camión de carga o de pasajeros, los pasajeros que miran a los lados en la desocupación de ser transportado, todos, somos perfectamente intercambiables con los caminantes, o con, el simple estar, ahí, inaccesible, del hombre del periférico. Y la clave está en la necesaria e inevitable historia personal del caminante, de quien está ahí.

Sí le tomo un día una foto, si llego a hacerlo, tal vez podré mostrarlo a otros. A mi entorno habitual. A las personas que le dan realidad a mis esfuerzos diarios. Que encuentran razonables mis preocupaciones. Miren. Existe. No lo imagino. Está ahí, objetivo, independiente de mi voluntad. No soy responsable de él. Está ahí. Y yo no sé nada. Yo sólo paso por ahí dos veces por semana vigilando el tiempo, el nivel de combustible, la sintonización del radio, repasando el temario que toca exponer, checando si estoy peinado, la ropa, las horas ocupadas del día, los pagos atrasados…las citas donde cuadramos horarios y matrices de actividades con los conocidos, los accesibles por voluntad o necesidad.