domingo, 26 de enero de 2020


Otro Círculo del Infierno: la bodega de los libros podridos.






Para quienes son bibliófilos de toda la vida, una biblioteca o incluso una librería es un bosque. Es un organismo vivo. Uno aprende a identificar los infinitesimales y muy lentos movimientos de los libros en los entrepaños, e incluso aquellos violentos que provocan los temblores, que incluso seleccionan algún libro para tirarlo al suelo y llamar así la atención sobre su olvido. Los títulos y temas son como colores, hojas o incluso posibles aves que miman en todo el laberinto original de los árboles del que todo proviene originalmente. Una biblioteca es un bosque transfigurado, un bosque civilizado con todas las connotaciones posibles, negativas y positivas que puedan imaginarse. Pero para quien lee y ama los libros, no le queda duda de que una biblioteca abierta es un organismo vivo en donde se sumerge y se hace parte el que lee. Cuentan los anales de psicoanálisis y otras terapias de muchos casos de personas que pensaban a las bibliotecas como miembros orgánicos de su ser y su cuerpo. Y además las bibliotecas lo son por exceso, no hay nada como una biblioteca acotada, organizada y limitada. Eso sólo lo puede creer alguien que no lee. La naturaleza de las bibliotecas, como de toda pasión es desbordarse, y quien tiene una biblioteca sueña y apuesta por el infinito. Sabe que como el Aleph de Borges, es una ventana al infinito o no es una biblioteca. Y el infinito no puede tener límites ni formas, ni apegarse a reglamentos o instrucciones. Es el gozo o no es nada. Y como el placer, desborda siempre. Sólo así puede existir.

          Pero una bodega de libros no es eso. O son una biblioteca latente, o son un cementerio. Pero un almacén de libros abandonado es un cementerio. Más aún, si está de alguna manera abandonado a la intemperie por una ventana abierta o rota o algo así, es algo peor. Es un cementerio abierto. Los libros no sólo mueren sino que se pudren.

          Hace poco le escuché por alguna anécdota con el tráfico de la ciudad, a un compañero ciclista la expresión de un “círculo del infierno que se le olvidó a describir a Dante”. No pensé que me vería muy pronto pensando la misma idea. Confrontar la tarea de limpiar un almacén de libros podridos por el tiempo, la lluvia, el polvo, la contaminación, etc.; libros ya deformados, que han vuelto a su condición original de mera pasta de celulosa, pero ahora ennegrecidos como las manos de los muertos (no sé porque pensé eso), me hizo pensar eso. Hundir los pies en esa masa pastosa como de pastel, donde apenas asoman los rebordes todavía duros de las pastas y alguno que otro bloque blanquecino de páginas de los que fueron libros, hundir las manos para recoger los bloques, grumos, pedazos informes en un estado que no es ni líquido ni sólido. Y sí además, se trata, de buscar documentos para completar un trámite de información sobre un pariente muerto, se vuelve una tarea que sólo puede ser entendida como eso: un descenso a un nivel no descrito antes del infierno, o el trabajo de un arqueólogo que sueña con rescatar la biblioteca de Alejandría o los viejos códices mayas que puedan estar ocultos en alguna cueva anexa a un cenote bajo una pirámide no explorada, o enterrados bajo el fogón de una casa tradicional de barro, jahuacté y techo de guano.

          La memora trae a cuento el poema de Pessoa y queda entonces la alternativa del viejo aficionado a la alquimia que recuerda que de la podredumbre se origina la vida, solve et coagula, todo necesita podrirse para renacer, transfigurarse. Hasta Cristo tuvo que esperar tres días para manifestarse. Sigamos el ejemplo de Michel Foucault y hagamos arqueología.



P.D. Sí encontré los borradores de dos leyes escritos por mi padre. Al final las leyes las termina redactando un oficinista, documentalista avezado y minucioso que no recibe por ello ningún crédito y se conforma con cobrar la quincena con que mantiene a su familia aunque el reconocimiento lo cosechen los académicos y los políticos.



P.D. Pero entonces el infierno, no es para nada ese lugar que describen los católicos y los cristianos, mucho menos un lugar de calor y fuego donde claman las almas penitentes, sino, como en el sentido de los romanos, un lugar más parecido que otra cosa a un pantano húmedo, frío, obscuro y lleno de miasmas como aquel en donde habitaba el perro de los Baskerville, pero que los latinos consideraban hogar de seres que llamaban larvas.