martes, 6 de octubre de 2015

Nada es Placer




El cuerpo moreno requemado de la mujer estaba apenas hace unos momentos reclinado sobre el asiento de terciopelo negro en el agradable clima de la cafetería. El sol iluminaba cobrizo y alegre la calle y la orilla del río, los coches se demoraban por la calzada. Su pierna izquierda hacia una curva hermosa en el muslo semicubierto sobre la otra pierna. Sonrisas, abrazos, el escote mostrando los senos llenos. Todo significaba nada. Su cara juvenil obscurecida cálidamente y su gran sonrisa. Abrazo de despedida de cuerpo entero. La vió a través de la vidriera con el vestido ligero y floreado flotando mientras bajaba las escaleras y estiró las largas piernas para subir al taxi. Se descubrió devastado entre los muebles negros y no tenía que ver con ella o tenía que ver con todo. No había podido asumir la noticia. Y recordó que en todo el tiempo reciente le habían advertido de no dejarse afectar por nada. Pero como no hacerlo. Lo había devastado la noticia. Ella podría haber modificado todo, pero, como antes, y como muchas veces no significaba nada. Mucha belleza, mucha alegría, mucho cariño, pero no significaba nada. Nuevamente el patrón conocido, que padre, te quiero mucho, consigo lo que necesito, pero no te acerques, no me toques, no me propongas nada. Y no era eso lo que lo tenía abatido. La voz de la esposa de su amigo en el celular. No necesito decir mucho, una frase…sí te va a contestar, lo va a animar. Él fue directo, informante exacto: en diálisis esperando transplante. En la memoria apareció inmediatamente una tarde también del mismo sol delirante. Sol en el río, la casa de la familia bajo los árboles, la bebida. La noche cayendo pronto. El persiguió el sol por la orilla de los dos ríos, uno a cada lado de la casa y la milpa y la huerta de árboles frutales. Un perro se mueve veloz y se oye el crujido del cuerpo del pequeño tlacuache al cerrar el hocico. Una muerte dura y limpia. La familia precia y presume al viejo que delira, su brillante pasado. El hijo es el presente y al mismo tiempo el testimonio la crudeza de la injusticia. La casa –de un solo espacio amplio donde se reparten camas y cosas útiles e inútiles de toda la familia, el refrigerador por ejemplo-, la milpa, la hermosura de las orillas de ambos ríos a punto de ser arrasadas por las obras de reconducción de los ríos, los nuevos bordos para evitar inundaciones. A pocos kilómetros las grúas, las manos de chango, los bobcats con sus palas y las aplanadoras avanzan emparejando el paisaje para poder sembrar las riberas de sábanas de bolsacreto. Se come abundantemente en varias grandes mesas bajo la sombra de un enorme y hermoso árbol de mango, mojarras pescadas ahí mismo, fresquísimas, más frescas las cervezas, tortillas calientes, cangrejos hervidos sazonados con chile bravo, todos terminan totalmente borrachos y él agredido por abstemio. El amigo sube al coche y maneja por la recta de terracería y sólo desiste cuando lo lleva a una zanja poco antes de tomar la carretera. Él estaba decidido a bajarse antes de llegar a la carretera y termina conduciendo a pesar de su ceguera nocturna en medio del embotellamiento a la entrada de la ciudad. Apenas pocas semanas antes, regresando de El Carmen se quedó dormido ahí mismo y estuvo a punto de estamparse contra la barda de contención, si no fuera porque lo despertó su compañero…No hace ni un año de esa borrachera. Pero es como todo en conjunto. Apenas ayer en el aeropuerto, comiendo de noche en las mesas de fast food lo atacó esa sensación de no saber quien era y al tratar de averiguarlo escucharse decir-sentir esa frase: nada es placer…nada es placer. Recordó que desde que asumió la nueva oficina se siente como alguien que habla desde adentro de una figura de arcilla, pensó primero en los soldados de terracota del emperador Chino, pero luego se dio cuenta que más bien se sentía dentro del Golem. Se preguntó quién había construido el Golem que habitaba en su nuevo trabajo. Al menos la invitación a la conferencia le daría tiempo, distancia… Hermosísima lo saludó desde el fondo de la sala con grandes aspavientos y sonrisas y él tuvo que ponerse los lentes para reconocerla. Ella lo escuchó durante toda la comida con gran avidez y el rostro cercano, como si hubiera un gusto más, alguna posibilidad, no deja de tocarlo mientras habla.  Apenas la lleva sola al café comienzan a surgir otras cosas, otra actividad, la evasividad...Hay una frase: no me malinterpretes. Se pregunta como es posible no sentirse traicionado. Y que la gente siempre le dice que no es cierto. Que como pensó otra cosa. Y lo que escucha en realidad, es que como, con que derecho cree que alguien como él, en específico él, puede  pensar, esperar otra cosa. Y justo el mensaje en el teléfono Isela, le dice que acaba de regresar a la ciudad pero no lo encuentra. Él sabe que ella sabía que no estaría. Meses de jugar a ese juego y ni siquiera el valor de hablarle, de decirlo de viva voz por el teléfono.  Puros mensajes. Jura amor, pero nunca hay posibilidad de coincidir. Que he hecho sino darle todo lo que he podido, sino ayudar. Y ella se ha ocupado de informar a todos los conocidos mutuos que él la está evitando, que no la quiere ver, cuando ella mediante mensajes, primero lo tiende un anzuelo, y cuando él responde, justo ella por una razón u otra no estará ahí. Demasiados años y demasiada mala vida le han enseñado esa estrategia de la gente que mantiene relaciones múltiples simultáneas –con ella no se atreve a usar la palabra de cuatro letras- para mantener localizado al otro y manipularlo. Doble rabia con moraleja de melodrama…¡ah! ¡y además puta! De regreso en esa ciudad imposible no recordar que conoció bastantes años antes a otra Isela y que entonces nada dolía, ni las traiciones ni los desplantes, los chantajes, las escenas, la vergüenza de ser sorprendido infraganti con otra amiga, y esa sensación de que todo ocurría más rápido, como en una película donde todas las acciones importantes se encadenan, cuando, recordando con cuidado y  calendario, en realidad ocurrían mucho menos cosas, en tiempos más espaciados, había siempre tiempo, y estaban esas tardes largas, extendidas por el alcohol, en lugares cerrados, mirando algún cuerpo de agua en un local muy austero, una palapa campesina, la azotea de algún amigo, la recámara de cualquier muchacha entre los montones de ropa siempre expuestos como forma de combatir la humedad en las casas sin aire acondicionado, ese vivir de puertas abiertas y desde lejos sentir que se pasaba entrando y saliendo de casas y cantinas… De pronto siente ese enorme vacío alrededor suyo que no es el abatimiento de no poder soportar, asumir la noticia de su amigo. He visto caer a tantos de la misma manera…Todos creen que lo que le pasa a los otros no les va a pasar a ellos…Se dice…todas creen que tienen el derecho a recibir lo que él da sin recibir nada. Y esa sensación sin que nadie lo haya dicho nunca de que él no merece ni siquiera pensar, atreverse a pensar que pudiera hacerse la idea…él, precisamente. Pero todos y todas lo buscan para algo. Está cansado, está abatido por la noticia de su amigo. Pero por algo más y sobre todo esa sensación. Lo sabe, de que no se lo puede decir a nadie. Para que desear, para que sentir, para que gustar de las cosas, de las mujeres...La esposa lo comunica. La voz cansada y de eso habla su amigo del enorme, insoportable cansancio, y ahora la espera-esperanza, operaciones, sobrevivir, y todo el lenguaje de ánimo y de echarle ganas, que él conoce de experiencias familiares de un tiempo que aún no puede entender que transcurrió y no creería que fue tan largo si no es por la ruina que le devuelven los espejos que cuidadosamente evita, sobre todo en los hoteles de lujo en los que lo alojan en sus viajes. Hoteles que buscan subsanar la falta de personalidad e identidad con espejos. Dejá vú, por supuesto en el teléfono no le echa en cara las bravatas y burlas contra su carácter de abstemio, contra su moderación al comer, y tampoco le insiste en devolverle la historia de los males que desde hace años lo agobian, lo merman. Tiene que dar el mensaje de la normalidad y el ánimo. De la lucha. Por suerte es un luchador y alguien que es muy amado. Eso hace la diferencia, pero también por eso, quizás, es una hipótesis como cualquiera, sintió que no necesitaba cuidarse y no hizo la transición a tiempo, a la primera crisis. De pronto, solo en el café, gozando como no lo hacía antes de los sabores, del buen café, todavía con la imagen tras los cristales ahumados de la figura esbelta de ella corriendo al taxi, no sabe que es exactamente lo que lo tiene tan abrumado, la culpa que le da el costarle tanto trabajo hablar con quienes enferman, sabe que no vale el explicar que es cosa de familia, seguramente herencia de la familia de su padre, la culpa de ello, el coraje, el enorme coraje que siente de saberlo a él así. En esa situación. La frase: “Él que era amado, que era felíz”. Le diría un analista, “¿Por qué asume que es feliz sólo porque lo ama su esposa y su hijo? ¿Qué acaso no viene usted aquí a quejarse de todo el daño que a lo largo de toda su vida le ha hecho la institucionalidad familiar?”. Pero eso es ahora una gran tontería y quizás sólo reciente su congénita incapacidad de expresar sus emociones. Pero, por otro lado, si se dejara ganar por sus emociones…¿qué haría ahora ahí abandonado, otra vez usado a cambio de nada por una mujer bella?...No tiene respuesta. Se levanta. Paga y sale al sol atronador de un día de mayo a las 5pm. Está a pocas cuadras de la casa de su amigo pero no siente el valor de ir a buscarlo. Pone de pretexto el gran calor y su reflejo en el pavimento y las banquetas, la falta de sombra en la calle, la incomodidad que podrían sentir al invadir la intimidad de la recámara convertida en unidad de convalescencia, en esa casa donde tan generosamente a tanta gente ellos han recibido. Cruza la calle sin fijarse. Con el calor que hace y bajo su gran luminosidad casi no hay tráfico. Menos en esa zona de nueva urbanización apenas unos restaurantes, hoteles, edificios de oficinas…Al cruzar al camellón mira automáticamente a su derecha. En el centro de la calle está parada una pick up negra, de reojo y a gran rapidez capta con asombrosa claridad la escena: cuatro hombres con armas largas mirando atentamente hacia enfrente, no tienen uniformes ni la camioneta letreros; la mente le dice inmediatamente, estos no son guardias de seguridad; con el mismo automatismo voltea hacia el objeto de interés de la mirada de los hombres, lo que vigilan. Es la puerta de una empresa constructora transnacional. En ella destaca abajo del edificio la caseta de vigilancia y los hombres de uniforme gris que cuidan la entrada del estacionamiento. Se sorprende la velocidad con que se hace cargo de la situación coordenando con la lectura diaria que hace de los periódicos locales: esperan la salida de uno de los ejecutivos para secuestrarlo. La segunda idea que le viene a la cabeza cuando todavía no termina de pasar caminando junto a la pick up es muy corta, dos palabras: “¿Qué hago?”, “Finje que no los viste”, se ordena. “¿Y luego?”, “Camina normal”. El tramo por la calle vacía y luego los terrenos que quedan baldíos se le hace larguísimo y se forza a resistir la tentación de voltear la cabeza para ver que hacen lo hombres de la pick up. El no volver a verlos le permite examinar con más cuidado la imagen que le quedó grabada: no podría describirlos si se lo pidieran, es decir, sus facciones, más allá de que se trataba de hombres adultos, pero hay algo que le molestó en la bastedad de su ropa corriente. Y ahora que lo piensa, que le da vuelta a la cinta de video, también escuchó algo, palabras desordenadas, groseras, nada de la disciplina de guardaespaldas, escoltas o gente de una empresa de seguridad. Todo le refuerza la impresión recibida y procesada. Y tiene que caminar como si no pasara nada. Como si doblar la esquina fuera la salvación. Las puertas automáticas de su hotel se abrieron con una bocanada que sintió de doble alivio: la frescura del aire acondicionado y el ilusionarse, ¿hasta cuando podría estar seguro?, de que esos hombres no le pusieron atención. En las pocas cuadras que caminó se convenció con gran pesar de no poder hacer nada. De no poder confiar en nadie a quien avisarle, incluso, ¿cómo saber si los de la policía, o los propios guardias de seguridad de la empresa, no estaban coludidos? ¿Cómo no ver el único vehículo en la calle, obviamente haciendo guardia, vigilando el movimiento de la entrada de la empresa? Otra vez el hundimiento de sentirse incapaz de hacer algo. El castigo, por lo pronto, es encerrarse por cinco pisos en la caja de espejos del elevador para luego ser vomitado en un corredor que es una pesadilla de simetría para llegar a un cuarto donde la única ventana que se abre es la pantalla de plasma. Resultado: Insomnio. Peor que una pesadilla. Y la necesidad de estar en el aeropuerto a las 5 de la mañana para abordar el avión de las 7 impide tomar la decisión a salir a algún lado a perder la noche.