jueves, 12 de julio de 2012


El Silencio de Cerro de San Pedro, San Luis Potosí.

Lo que impresiona de Cerro de San Pedro es el silencio. Sería de esperarse de un pueblo que las guías turísticas anuncian como fantasma. Pero es otro silencio al que espontáneamente se unen las familias de turistas que llegan del muy cercano San Luis Potosí: es el silencio denso de la familia que tras un pequeño letrero improvisado anuncia la venta de artesanías que en su mayoría son piedras sin tallar expuestas sin orden en mesas también de piedra del pequeño patio de su modesta vivienda. El silencio desilusionado cuando los turistas salen sin comprar nada, sin apreciar sus Rosas del Desierto, sus obsidianas o las sencillas sartas de cuentas que forman aretes y collares. No es un silencio en el que no haya ruido. Imposible con una frenética actividad industrial tan próxima, literalmente encima. Cuando sube uno al punto más alto del pueblo, hasta la reja que marca los límites de la propiedad de la omnipresente mina, recuerda lo que la infancia en un pueblo de montaña le enseñó: los sonidos tienden a subir. En el punto más alto se escuchan todos los sonidos de todo lo que se hace en el pueblo. Y en San Pedro impresiona lo poco que se escucha. Se escucha más bien que el pueblo calla, que la gente calla, y que los turistas en sus rápidas visitas, así se trate de grupos familiares con niños, se unen al silencio. Es un silencio evidente en que se escuchan todas las pocas conversaciones y que al mismo tiempo, se hace evidente el callarse tanto de dos hombres vestidos con pants que en una calle de arriba entre las dos iglesias dejan de hablar del frente amplio opositor a la mina en cuanto pasan los turistas, a ese silencio de mirada pesada de los hombres con chalecos fosforescentes y cascos de seguridad que instalan un sismógrafo a media calle. Es fácil, distinguir a quienes trabajan en la mina de New Gold: los transportes blancos, sean las impresionantes picks ups, o los colectivos, y los chalecos fosforescentes con el nombre de la empresa en la espalda. Callan con una mirada pesada que le dedican al turista los que pasan sobre sus vehículos, como los que, sentados frente a la oficina de la empresa, una llamativa casa blanca de una planta a 20 metros de la imponente barda que cierra la calle tras la iglesia conteniendo los excesos de la mina, de hecho evitando que los restos del cerro, la cáscara que han dejado las excavaciones, se venga encima, incluso fotografían discretamente a cada turista que pasa. Si no callan, al menos se nota que hablan con voz conmedida las dos jóvenes mujeres que con sus chalecos y pesados zapatos mineros suben la calle de entrada hasta el puesto –de pronto única actividad evidente- de elotes asados y hervidos que mantienen en una esquina de la pequeña plaza dos hombres más bien viejos. Los únicos que parecen hablar con libertad y desparpajadamente parecen ser los empleados del minúsculo edificio del ayuntamiento, con sus camisas azules perfectamente identificadas, que se ponen de acuerdo a media calle a 40 metros de la barda, en la misma calle bloqueada, sobre como distribuir los apoyos de su oficina. Dan la impresión de no tener miedo. En la calle de entrada un viejo de camisa azul se asolea y apenas saluda, del interior de la casa resulta perfectamente identificable una conversación banal de mujeres. De pronto se materializan dos señoras de ropas obscuras que subirán la calle eventualmente seguidas por las empleadas de la mina que vienen a pasar su descanso en la plaza comiendo elotes. Llama la atención que los turistas no preguntan nada. Leen los letreros fijos en llamativos postes de manufactura reciente, aunque en el que da la explicación amplia de la parroquia desapareció, ¿arrancado?, el panel metálico que sostenía el texto en español. Los turistas tratan de recorrer rápidamente la parte del pueblo de este lado del río seco buscando los laberintos y las sorpresas de los pueblos mineros de calles angostas, pero topan en todas partes con puertas cerradas y muy rápidamente con las rejas metálicas que atravesando las ruinas marcan los límites invasivos de la mina.

            Un silencio por demás imposible, o un silencio por aplastamiento, la mina en realidad está por todas partes alrededor: para llegar a San Pedro se cruza un puente sobre el moderno libramiento de la ciudad de San Luis para quienes viajan entre Querétaro y Monterrey, y luego se pasa bajo un amplio y moderno túnel bajo una carretera especial que comunica la zona de explotación, el cerro que se está desgajando y la impresionante, por enorme, zona de jales que se alza por encima de todo el paisaje circundante, coronando pueblos un poco más alejados como Portezuelo, aparentemente alejado de todo el movimiento de la mina, incluso del antiguo, del tiempo colonial o porfiriano, como sí es evidente en las viejas haciendas de beneficio de Monte Caldera y Cuesta de Campos. Luego del túnel uno ve la moderna y muy fortificada entrada a las instalaciones de la mina y un poco más allá un muy moderno pueblo que por todos lados grita ser propiedad de la mina a pesar de los letreros pintados a mano de venta de lotes. Inmediatamente después se entra en el típico cañón donde aparecen, como se veía hace pocos decenios al entrar a Guanajuato por Marfil, las ruinas de pequeñas edificaciones de barro y piedra que siguen el contorno del camino junto al río seco, y finalmente, cuando se detiene uno y baja del coche en la bella pequeña plaza arbolada de la parroquia, se va a ver dominado por un ruido incesante que viene de arriba, por un lado un permanente paso de camiones pesados, por otro lado un ruido de actividad constante que no puede determinarse, de algo que no cesa. Incluso, poco después de la instalación del sismógrafo se demuestra su utilidad, una gran explosión, se siente un pequeño temblor y luego se escucha el fuerte rumor de lo que sólo puede entenderse o imaginarse como un gran desplazamiento de tierra. Si uno permanece el suficiente tiempo en el pueblo, algunas horas, termina descubriendo que el silencio es más bien esa espontánea necesidad de medir el ruido propio ante el rumor incesante que baja de la mina.

            El silencio podría explicarse –uno se siente impelido a hacerlo, sobre todo que en realidad no se deja de escuchar el rumor industrial, y la gente finalmente, los turistas, los empleados del ayuntamiento y los vecinos están teniendo conversaciones, las normales, las necesarias- simplemente por el efecto que produce en el ánimo las iglesias cerradas, como el efecto que logró el Vaticano cuando para provocar a la población contra Plutarco Elías Calles para iniciar la rebelión cristera, ordenó cerrarlas. O también de manera esperable, por tantas casas abandonadas y en ruinas. Pero es claro, que no es el abandono del viejo pueblo minero colonial y porfiriano, sino el de instalaciones turísticas recientes como el del museo que aún ostenta su nombre. Se siente el abandono reciente, y poniendo atención, termina uno dándose cuenta que si por un lado los pobladores normales y los turistas bajan la voz y miden sus palabras, los que callan son los omnipresentes hombres de chaleco fosforescente y cascos de colores llamativos. Son los del silencio, aunque también, llama la atención, escuchando desde la parte alta la falta de los comunes sonidos animales que acostumbran acompañar a toda población, no se oyen ladridos de perros, ni el cuchicheo desordenado de gallinas, por ejemplo.

            Pero también impresiona, lo demasiado evidente, es ver al pueblo coronado por una triple línea de una especie de albarrada en la parte alta del cerro, rodeándolo, el ver el corte limpio de una mordida sobre lo que alguna vez fue la cima del cerro, y el ver circular los imponentes camiones de carga por sobre las dos iglesias en algo que ya sólo es pura tierra que tras la parroquia se ve contenida por lo que parece la cortina de una presa, todo el tiempo parece que todo ese enorme montón de tierra removida, está a punto de caer sobre el pueblo, o que aquello que está mordiendo el cerro y que sólo ha dejado la cáscara del cerro junto al pueblo, está a punto de desaparecerlo con una nueva mordida.