El Silencio de Cerro de San Pedro, San Luis Potosí.
Lo que impresiona de Cerro de San Pedro es el silencio.
Sería de esperarse de un pueblo que las guías turísticas anuncian como
fantasma. Pero es otro silencio al que espontáneamente se unen las familias de
turistas que llegan del muy cercano San Luis Potosí: es el silencio denso de la
familia que tras un pequeño letrero improvisado anuncia la venta de artesanías
que en su mayoría son piedras sin tallar expuestas sin orden en mesas también
de piedra del pequeño patio de su modesta vivienda. El silencio desilusionado
cuando los turistas salen sin comprar nada, sin apreciar sus Rosas del
Desierto, sus obsidianas o las sencillas sartas de cuentas que forman aretes y
collares. No es un silencio en el que no haya ruido. Imposible con una
frenética actividad industrial tan próxima, literalmente encima. Cuando sube
uno al punto más alto del pueblo, hasta la reja que marca los límites de la
propiedad de la omnipresente mina, recuerda lo que la infancia en un pueblo de
montaña le enseñó: los sonidos tienden a subir. En el punto más alto se
escuchan todos los sonidos de todo lo que se hace en el pueblo. Y en San Pedro
impresiona lo poco que se escucha. Se escucha más bien que el pueblo calla, que
la gente calla, y que los turistas en sus rápidas visitas, así se trate de
grupos familiares con niños, se unen al silencio. Es un silencio evidente en
que se escuchan todas las pocas conversaciones y que al mismo tiempo, se hace
evidente el callarse tanto de dos hombres vestidos con pants que en una calle
de arriba entre las dos iglesias dejan de hablar del frente amplio opositor a
la mina en cuanto pasan los turistas, a ese silencio de mirada pesada de los
hombres con chalecos fosforescentes y cascos de seguridad que instalan un
sismógrafo a media calle. Es fácil, distinguir a quienes trabajan en la mina de
New Gold: los transportes blancos, sean las impresionantes picks ups, o los
colectivos, y los chalecos fosforescentes con el nombre de la empresa en la
espalda. Callan con una mirada pesada que le dedican al turista los que pasan
sobre sus vehículos, como los que, sentados frente a la oficina de la empresa,
una llamativa casa blanca de una planta a 20 metros de la imponente barda que
cierra la calle tras la iglesia conteniendo los excesos de la mina, de hecho
evitando que los restos del cerro, la cáscara que han dejado las excavaciones,
se venga encima, incluso fotografían discretamente a cada turista que pasa. Si
no callan, al menos se nota que hablan con voz conmedida las dos jóvenes
mujeres que con sus chalecos y pesados zapatos mineros suben la calle de
entrada hasta el puesto –de pronto única actividad evidente- de elotes asados y
hervidos que mantienen en una esquina de la pequeña plaza dos hombres más bien
viejos. Los únicos que parecen hablar con libertad y desparpajadamente parecen
ser los empleados del minúsculo edificio del ayuntamiento, con sus camisas
azules perfectamente identificadas, que se ponen de acuerdo a media calle a 40
metros de la barda, en la misma calle bloqueada, sobre como distribuir los
apoyos de su oficina. Dan la impresión de no tener miedo. En la calle de
entrada un viejo de camisa azul se asolea y apenas saluda, del interior de la
casa resulta perfectamente identificable una conversación banal de mujeres. De
pronto se materializan dos señoras de ropas obscuras que subirán la calle
eventualmente seguidas por las empleadas de la mina que vienen a pasar su
descanso en la plaza comiendo elotes. Llama la atención que los turistas no
preguntan nada. Leen los letreros fijos en llamativos postes de manufactura
reciente, aunque en el que da la explicación amplia de la parroquia
desapareció, ¿arrancado?, el panel metálico que sostenía el texto en español.
Los turistas tratan de recorrer rápidamente la parte del pueblo de este lado
del río seco buscando los laberintos y las sorpresas de los pueblos mineros de
calles angostas, pero topan en todas partes con puertas cerradas y muy
rápidamente con las rejas metálicas que atravesando las ruinas marcan los
límites invasivos de la mina.
Un silencio
por demás imposible, o un silencio por aplastamiento, la mina en realidad está
por todas partes alrededor: para llegar a San Pedro se cruza un puente sobre el
moderno libramiento de la ciudad de San Luis para quienes viajan entre
Querétaro y Monterrey, y luego se pasa bajo un amplio y moderno túnel bajo una
carretera especial que comunica la zona de explotación, el cerro que se está
desgajando y la impresionante, por enorme, zona de jales que se alza por encima
de todo el paisaje circundante, coronando pueblos un poco más alejados como
Portezuelo, aparentemente alejado de todo el movimiento de la mina, incluso del
antiguo, del tiempo colonial o porfiriano, como sí es evidente en las viejas
haciendas de beneficio de Monte Caldera y Cuesta de Campos. Luego del túnel uno
ve la moderna y muy fortificada entrada a las instalaciones de la mina y un
poco más allá un muy moderno pueblo que por todos lados grita ser propiedad de
la mina a pesar de los letreros pintados a mano de venta de lotes.
Inmediatamente después se entra en el típico cañón donde aparecen, como se veía
hace pocos decenios al entrar a Guanajuato por Marfil, las ruinas de pequeñas
edificaciones de barro y piedra que siguen el contorno del camino junto al río
seco, y finalmente, cuando se detiene uno y baja del coche en la bella pequeña
plaza arbolada de la parroquia, se va a ver dominado por un ruido incesante que
viene de arriba, por un lado un permanente paso de camiones pesados, por otro
lado un ruido de actividad constante que no puede determinarse, de algo que no cesa.
Incluso, poco después de la instalación del sismógrafo se demuestra su
utilidad, una gran explosión, se siente un pequeño temblor y luego se escucha
el fuerte rumor de lo que sólo puede entenderse o imaginarse como un gran
desplazamiento de tierra. Si uno permanece el suficiente tiempo en el pueblo,
algunas horas, termina descubriendo que el silencio es más bien esa espontánea
necesidad de medir el ruido propio ante el rumor incesante que baja de la mina.
El silencio
podría explicarse –uno se siente impelido a hacerlo, sobre todo que en realidad
no se deja de escuchar el rumor industrial, y la gente finalmente, los
turistas, los empleados del ayuntamiento y los vecinos están teniendo
conversaciones, las normales, las necesarias- simplemente por el efecto que
produce en el ánimo las iglesias cerradas, como el efecto que logró el Vaticano
cuando para provocar a la población contra Plutarco Elías Calles para iniciar
la rebelión cristera, ordenó cerrarlas. O también de manera esperable, por
tantas casas abandonadas y en ruinas. Pero es claro, que no es el abandono del
viejo pueblo minero colonial y porfiriano, sino el de instalaciones turísticas
recientes como el del museo que aún ostenta su nombre. Se siente el abandono
reciente, y poniendo atención, termina uno dándose cuenta que si por un lado
los pobladores normales y los turistas bajan la voz y miden sus palabras, los
que callan son los omnipresentes hombres de chaleco fosforescente y cascos de
colores llamativos. Son los del silencio, aunque también, llama la atención,
escuchando desde la parte alta la falta de los comunes sonidos animales que
acostumbran acompañar a toda población, no se oyen ladridos de perros, ni el cuchicheo desordenado de gallinas, por ejemplo.
Pero
también impresiona, lo demasiado evidente, es ver al pueblo coronado por una
triple línea de una especie de albarrada en la parte alta del cerro,
rodeándolo, el ver el corte limpio de una mordida sobre lo que alguna vez fue
la cima del cerro, y el ver circular los imponentes camiones de carga por sobre
las dos iglesias en algo que ya sólo es pura tierra que tras la parroquia se ve
contenida por lo que parece la cortina de una presa, todo el tiempo parece que
todo ese enorme montón de tierra removida, está a punto de caer sobre el
pueblo, o que aquello que está mordiendo el cerro y que sólo ha dejado la
cáscara del cerro junto al pueblo, está a punto de desaparecerlo con una nueva
mordida.