PROFANACION.
Rodolfo Uribe Iniesta.
Por el micrófono anunciaron una. "¿Cómo
explicarles que es excesivo el uso de un micrófono en una iglesia gótica?, ¿No
entienden que la propia construcción está diseñada para darle a la voz de quien
hable en el altar una dimensión suficiente, humana?", pensó Jean Jaques,
"No hay sonido más deshumanizado y vacío que el de un micrófono en una
iglesia". Iba en contra de todo lo que el defendía sobre la armonía entre
el órgano, su música y el diseño gótico. Había escrito, y era pura deducción intelectual
que todo en el edificio gótico tenía el sentido de dimensionar a los seres
sensibles, cada cuarto, cada edificio estaba pensado para producir la sensación
de ser parte de un universo, y de ajustarse por analogía, a lo que el ser
humano podría ser en el universo: ínfimo en lo físico, pero muy elevado en lo
espiritual. Y era pura deducción porque a diferencia de sus compañeros de
generación él no había intentado recurrir a ninguna religión o parafernalia
mística como el hinduismo, alguna
religión animista africana, o alguna
indígena americana para alimentar su música y su vida como la mayoría de
los compañeros de su generación. Su vestimenta no había cambiado mucho y su
casa no estaba llena de extrañas figuras portadoras de misterios trascendentes
que le pudiera enseñar a los reporteros cuando lo entrevistaban, como ocurría
con compañeros más famosos. Quizá -a veces comentaba en sobremesa-, por eso él
seguía siendo un concertista regular de iglesias provincianas -si bien ya había
pasado por las más importantes catedrales- y no un superestrella de las salas
de concierto y de grabación. Esa mañana había desyunado en el hotelito leyendo
un comentario en el periódico local. Lo describían como "correcto", y
exaltaban esa cualidad. "Correcto", pensó, "hoy día eso se parece
demasiado a mediocre". Nunca brillante, pero siempre cumplido era el
resumen de su carrera, y siempre evitaba enfrentar la idea de si estaba
satisfecho con eso. Antes que juzgar la carrera por sus logros intrínsecos
recurría a su vida cotidiana, la casa en el campo, su mujer, los dos niños y
los perros, para juzgar sus logros. Justamente a todo aquello que en el
artículo del periódico local ayudaba a calificarlo como un concertista
"correcto como artista, como ser
humano y como ciudadano”.
La iglesia llena también de público correcto
de jueves en la noche. Familias perfectamente arregladas, niños que sabrán
portarse aguantando todo el concierto sin correr o gritar. Los señores que han
encontrado más dignificante venir a la iglesia a escuchar música que llevar al
cine, o salir por su cuenta al bar y señoras que esperan capitalizar el crédito
de saludar a tal o cual persona en un evento cultural, adolescentes que creen
que hacen lo "correcto", y hasta es posible que jóvenes llenos de
ilusiones y dispuestos a gozar de la música.
"Es fácil ser ignorante y anunciar una
tocata de Bach manifestando la admiración por el compositor, inventando los
supuestos motivos materiales (dinero, dinero) o espirituales, que habrá tenido
para componerla y resaltar las dificultades técnicas para interpretarla",
pensó Jean Jaques, "eso es fácil". Lo que no es
fácil, y de lo que nunca ha podido hablar nunca, ha sido de esa sensación que
lo invade, y que al parecer sólo el tiene, de que cada vez que toca en una iglesia
medieval, románica o gótica, siempre, surge algo, un ambiente, una presencia,
que al cerrar los ojos -como acostumbra tocar, sobre todo si se trata de música
anterior al barroco- de estar siendo transportado y ver a otra gente, con otras
vestiduras, hablar de cosas que no tienen ya sentido, con una ceremoniosidad ya
desusada. Pero peor aún, y cómo explicarlo, como decirlo, incluso sospechando
que su periplo constante, repetitivo por todas estas iglesias de Francia y
España, siempre las mismas en las mismas fechas, ha terminado por aburrir a su
mujer, y que incluso frente a su amenaza de tener un amante que lo substituye
durante sus giras, ha guardado silencia, cómo explicar de extraño compromiso de
seguir la ruta, y tocar para darle oportunidad a esos extraños personajes de
recuperar su existencia, su mundo y su tiempo, que sólo el puede percibir,
además, durante dos o tres horas. Cómo explicar que hace mucho que dejó de ser
un músico o un concertista para ser un invocador del que dependen personajes
raros y disímbolos que no se atreve a definir ni mencionar, pero que sólo
presiente contemporáneos al tiempo del esplendor de esas iglesias pequeñas o
grandes, centrales o periféricas en las modernas ciudades, para volver a
manifestarse, convivir, hablar en murmullos de complejos hechos políticos o
místicos, o simplemente, con sus pesados y anacrónicos vestuarios, sentarse a
mirarlo con ojos cansados de siglos de vacío y muerte. Y de pronto, cómo
explicar al público, a la gente presente, ese horror, ese vacío del regreso al
presente, de regreso a la nada, al vacío, que se da en cuanto acaba la música y
no queda nada. Y sí, lo acusan de alcohólico con razón y motivo, porque apenas
se despide de la gente, sale de la iglesia, tiene localizado en cada pueblo un
bar sucio y alejado en donde refugiarse para ahogarse de borracho, excusándose
a familia, amigos y conocidos, que al principio solícitos y preocupados lo
rescataban de cuartos de hoteles baratos e infames y se cuidaban de curar su
cruda y recuperarlo. Ahora, ha de recuperarse sólo, reencontrarse, rehacerse y
recomponer su aspecto para volver al cuarto de hotel que le apartan siempre los
organizadores y seguir adelante, cumplir con ese compromiso que tiene con los
otros, los seres de las criptas que lo llenan de una inexplicable empatía y sobre
todo conmisceración y compasión…