La
pandemia como coyuntura revolucionaria.
Rodolfo
Uribe Iniesta. rui@unam.mx
En esta exposición intento describir
como es posible ver el momento actual como una coyuntura revolucionaria dependiente
de una condición que ya ha señalado Saskia Sassen al exponer el cambio del
desarrollismo a la globalización. La coyuntura se da por la confluencia puntual
de tendencias de mediano o largo plazo. Pero, el cambio posible, parece ser, al
mismo tiempo, la transformación en otra cosa diferente, tanto por un cambio
paradigmático como por maduración de procesos intrínsecos del momento anterior.
Es decir, el cambio se da tanto por la irrupción de un hecho novedoso, como por
el resultado necesario de procesos prexistentes.
La epidemia está jugando este papel,
simplemente al hacer evidente que el capitalismo ya no coincide necesariamente
con lo que Fernand Braudel (1984) llamaba la reproducción de la vida cotidiana.
Es decir, que la lucha que el capitalismo libró desde el siglo XVIII (ver
Polanyi, 1989 y Dobb) por convertirse en la mediación fundamental de la
sociedad humana, y por eliminar todas las otras mediaciones -logrando lo que el
marxismo describe como el paso de la subsunción formal a la real-, objetivo
explícito del neoliberalismo, puede sufrir un interesante revés.
No es un hecho inédito: es sabido que
el establecimiento del estado benefactor y el paradigma del desarrollismo se
impusieron sólo por la segunda guerra mundial; Thomas Piketty es muy enfático
al afirmar que lo que logró reducir la inequidad de la Europa del siglo XX fue
precisamente el impacto del caos de la guerra.
Desde el principio de la actual pandemia
populares intelectuales, Slavoj Zizek, Byung-Chul Han y Giorgio Angaben, se
enfrascaron en una discusión sobre las potencialidades progresivas o regresivas
para el orden social. Quedó entonces presentada como una coyuntura abierta. De
hecho, la pandemia nos puso en una situación donde “los hombres, al fin, se ven
forzados a considerar serenamente sus condiciones de existencia y sus
relaciones recíprocas”, que es la definición de un momento revolucionario de
acuerdo con el manifiesto comunista (Marx y Engels, 2016, 25). Pero además,
siguiendo lo que se dice en el mismo párrafo del manifiesto sobre el carácter
revolucionario de la burguesía, “que sólo puede existir mientras revolucione
incesantemente los instrumentos de producción y, por consiguiente, las
relaciones de producción, y con ello todas las relaciones sociales”. La
coyuntura y las posibilidades de superarla están determinadas por condiciones
técnicas y sociales que venían desarrollándose con anterioridad, como, por
ejemplo, las formas actuales de comunicación en general que determinan tanto la
velocidad con que se propago la epidemia a nivel mundial, como la posibilidad
de la porción mediatizada de la sociedad internacional de adaptarse a trabajar,
producir y relacionarse virtualmente. Formas de comunicación que también generan
el mayor nivel de control (Big data) y de posibilidad de aislamiento individual,
que haya conocido la humanidad.
El éxito a largo plazo de las políticas sanitarias
y de inmunización mediante vacunas iniciado
desde el siglo XVIII y logrado plenamente tras la segunda guerra mundial,
hicieron olvidar a aquellos grupos sociales homogeneizados por una cultura
escolarizada y mediática, el papel disciplinador y determinante de la vida
cotidiana que tenían las epidemias. Hemos olvidado que a finales del siglo XIX
se convivía con la tuberculosis, la prevalencia en México de las llamadas
“enfermedades tropicales”, y la última
gran “plaga”, la influenza española.
Este “olvido” está totalmente relacionado con
el desarrollo de la mentalidad moderna cuyo principio básico es la capacidad de
la sociedad de autodeterminarse. Es decir, se consideraba superada la
posibilidad de ser determinados por una intromisión externa a la propia acción
de los seres humanos organizados. Pero, al mismo tiempo, esa posibilidad -representada
hoy por temblores, meteoritos, etc.- se convirtió en fuente del mayor de los
temores.
Y al mismo tiempo, por el nivel de desarrollo
de los armamentos y la progresiva conciencia de los efectos colaterales de las
nuevas industrias en la salud y el medio ambiente, la propia tecnología se
volvió, en una ambigua situación de posibilidad endógena de destrucción
catastrófica, en fuente de temores.
Se formó así la sociedad del riesgo: una
convivencia altamente dependiente de una red de sistemas técnicos, discursivos
y de relaciones, que en tanto complicada y compleja, es altamente delicada; y
de la que finalmente dependen individuos cada vez más atomizados; actuando
además dentro de esa condición de la sociedad civil que Hegel llamó “el sistema
del atomismo” (aquel en donde el objetivo de cada unidad -colectiva o
individual, la familia o el individuo- es ella misma (Espinoza, 67)).
En los últimos 40 años hemos vivido además la
lucha por la imposición de un sistema extremo de capitalización que Zygmunt
Bauman describió sintéticamente, como aquel en el cual los capitalistas dejaban
de aportar su parte para cubrir los costos de la reproducción social, siendo unos
de sus medios el austericidio y la informalización y desregulación de los
mercados (financieros, laborales, inmobiliarios, etc.). Tendencias que la epidemia
puede profundizar con el impulso al trabajo virtual y la deslocalización de las
empresas, liberándolas aún más de sus bases territoriales y por lo tanto de
relaciones impositivas respecto a las unidades políticas territoriales
(ciudades), que, para sobrevivir, tendrán que buscar nuevas fuentes de
financiamiento que no dependan de la economía capitalista.
Al mismo tiempo la reacción global de intentar
detener la pandemia mediante el distanciamiento social, trajo la
paralización casi universal del sistema industrial y financiero, resultando en
el desnudamiento del capitalismo como sistema no indispensable para el
mantenimiento de la vida de las sociedades.
No hay, sin embargo, que confundir esto con un
colapso del capitalismo en sí: en un mediano plazo no significa pérdidas para
las grandes corporaciones -varias de las cuales se encontraron de pronto en
condiciones estratégicas monopólicas. De hecho, las bolsas y las empresas
energéticas se han recuperado mediante colocaciones y compras a futuro. Por no
mencionar el saldo positivo de la profundización de la “fluidez” laboral al tener
un motivo “fundado” para cesar a empleados y obreros, esperando recontratarlos
en condiciones totalmente ventajosas, y los apoyos financieros que gobiernos
como el de Estados Unidos han canalizado las empresas.
Esta coyuntura tiene además
características particulares en tanto hay consenso de que la crisis económica
que se presenta puede ser entendida como parte de un proceso que ya estaba en
marcha cuando menos desde hace un año, como una secuela o reiteración de la
crisis de 2008 (Piketty, 2015), y por otro lado, de una crisis de movilizaciones
sociales, que podría decirse que comenzó en 2011 (Zizek, 2013) con las reacciones en muchos países contra las
políticas austericidas tomadas contra la mencionada crisis. Éstas se habían reactivado
desde octubre de 2019, particularmente en América Latina pero también en Francia.
Y ahora, en plena pandemia, mediante la reiteración de un acto particular
constitutivo de la sociedad estadounidense (el asesinato de un negro por la
policía), se convirtió en otra movilización popular internacional que recuerda
al 68. Igual, aún no podemos evaluar que tanto estas movilizaciones se
relacionan con la pandemia y que tanto son una continuación de la ola de
movimientos que, como en Islandia o en Grecia ganaron el poder y luego tuvieron
una regresión; o primero fueron derrotados y, transformándose, llegaron al
poder, como en España.
Independientemente de estos procesos,
en la parte que podemos llamar infraestructural -como mero proceso sistémico
más que por la subjetividad y el voluntarismo político- el hecho de que la
pandemia haya detenido el funcionamiento de la industria y la economía
capitalista, ha llevado por vías imprevistas a desarrollar un consenso en torno
a una medida cuya propuesta estaba en la agenda política al menos desde hace 20
años: la idea de una renta universal o de un ingreso mínimo vital, que al
menos, por ejemplo, ya en España, fue aprobado. Sin embargo, igual que los
fenómenos referidos anteriormente, la posibilidad de una economía de
subsistencia no capitalista y particularmente desmonetizada, también venía de
antes, no por las resistencias sociales, sino precisamente, por el exceso de
desarrollo de las fuerzas productivas, la tecnología.
Elmar Altvater y Birgit Mahnkopf en 2002
(p.22) describieron como la crisis Menen-Cavallo de Argentina tuvo la doble vertiente
de que por la velocidad de las nuevas formas de transferencia financieras de
hecho no se manejaba dinero -ya había habido un antecedente global en 1977-, al
mismo tiempo que en la economía local, al no poderse mantener la relación con
el dólar, desapareció la moneda nacional y aparecieron sustitutos y se formaron
redes de intercambio que operaron sin él. Hoy día, por el nivel alcanzado por
la deuda pública de EU, se habla seriamente de un mundo postdólar.
Y en un ámbito distinto, ahora que
como nunca se ha resaltado la importancia de las actividades intelectuales y
artísticas para sobrellevar la cuarentena, en particular la música, igual,
desde principios de siglo, gracias a los avances en las técnicas y formas de
grabación y al internet, el problema dejó de ser el cómo hacer música, el cómo
producirla con calidad y el cómo distribuirla. El problema actual de los
músicos es como vivir de hacer música, como hacerla rentable para el productor
directo. La pandemia agudizó la contradicción porque se acabaron los conciertos
y presentaciones personales que eran su principal fuente de ingresos. Pero al
mismo tiempo, la mayoría se han mantenido activos, y los públicos pudieron
gozar de productos de la mejor calidad desde su propia casa, totalmente gratis.
Es cierto que muchos intentaron subir su producción a las plataformas que
cobran tickets virtuales para su acceso, pero aún estos, para promocionar
dichas actividades, tuvieron que compartir presentaciones gratuitas.
En fin, el planteamiento, difusión y
en diversos casos de aceptación de la necesidad de medidas de “economías
morales”, que se proponían desde el siglo pasado ante la progresiva incapacidad
de las economías capitalistas para responder a las necesidades de ocupación,
vivienda, alimentación, salud y seguridad de grandes estratos de la población, como
el ingreso mínimo universal, las moratorias en las rentas y prohibiciones de
desalojos, hasta la supresión de la policía y la búsqueda de nuevas formas de seguridad
ciudadana -como se logró en Minneapolis- nos hablan de la posibilidad de una
reformulación profunda de muchos niveles del sistema social.
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