martes, 16 de junio de 2020

El barrio en la pandemia.



Vivo en una esquina. Me basta salir a la escalera y sentarme para ver a la gente pasar.
Lo hacía cuando era un niño desocupado, y en palabras de mi madre, inútil, bastante.
Y aunque no me angustio, el confinamiento me ha regresado a esa condición, sintiéndome un poco como entonces, con bienestar y salud.
Lo suficiente para darme la libertad de saberme otra vez soberanamente inútil.
Porque aunque ya no estén mis padres para recordármelo, soy consciente de que hay mucha gente que sufre y que no está bien. En todo caso, he visto a buena parte de quienes conocía ese niño, sufrir y morir mucho antes de llegar a este estancamiento.
Y es que el pequeño jardín, que aún con sus asegunes, los árboles demasiado crecidos y sin césped, es la invariante de una burbuja de aire y tiempo.
Me basta sentarme en la escalera para ver a la gente pasar, lo he hecho por años,
Y no cambia, podía uno adivinar las horas de entrada y salida de trabajar por la frecuencia, y la vivacidad o cansancio de su paso. Y a pesar de eso, por alguna razón, la esquina se les antojaba para arreglar sus problemas Familiares, maritales o patrimoniales, deteniéndose a discutir por parejas o grupos. Con los años me quedó claro qué hay una necesidad básica, ingente y hasta inconsciente, de arreglar los pleitos antes de encerrarse unos con otros en la casa. Adivinar lo insoportable de una noche atrapados en la confrontación.
Dan por hecho la estabilidad del jardín y la escalera y nunca voltean a verme aunque esté a dos metros de ellos, escuchando y viendo todo sin querer. Inexistente, pero informado, sin poderles decir que sus problemas y pleitos son los mismos desde hace tantos años aunque ellos sean otros, o tal vez solo los hijos de sus padres. No se hasta qué punto sirva de consuelo saber que nada es novedad.
Pero ahora discuten solos con un brazo doblado para sostener el celular en el oído, y en la otra mano la correa de los perros que sacaron a pasear. Y el tamaño de los perros también ha disminuido, pero no su necesidad de orinarse y cagar en la esquina.
Solo los niños, si la gata está afuera, voltean y se detienen a llamarla o a decirle algo.
Hasta ahora aquí, si me desconecto de mi existir informático y mi consumo de información, y me siento en la escalera, y escucho a los del taller, me entrego al constante rumor del trafico, las pláticas de los del gas, los de la basura, (también siempre, en todo momento, en algún lugar hay alguien martilleando algo), lo que se vive es una espera. No pasa nada, nadie se ha enfermado en la colonia y simplemente todos estamos esperando. Para los de siempre en la calle, nada ha cambiado, los trabajos han seguido igual, pero la gente pasa ahora de manera más uniforme sin régimen, para cruzar una y otra vez al pequeño súper local y comprar todos los días cosas que podían haber previsto para toda una semana. Pero es que también es la oportunidad de detenerse en la capilla de la virgen bajo el puente y comprar los tamales oaxaqueños que vinieron a desplazar a los más ligeros que vendían gente del Estado de México.
Ahora caminan sin prisa y no van solos, además del perro viene alguien más de la familia y la salida se vuelve un paseo.
A pesar del ruido de los coches, la burbuja funciona para escuchar bajo los arboles, de nuevo, a todas horas, a las aves. Y el tiempo ha sido excepcionalmente bueno, sin el calor excesivo que es tan agobiante en esta ciudad, a pesar de que ha habido mucho sol.
Una granizada desnudó a los árboles, dobló a las plantas, borró las flores y dejó el jardín lleno de hojas secas para aumentar la sensación de anacronismo. De estancamiento y distancia.
Y en mi bienestar no solo están presentes mis muertos familiares y vecinos de la cuadra, los que circulan esperando que no haya, en realidad, nada que esperar; aunque todas las noches nos dicen que en la delegación vecina, a dos cuadras, hay la mayor mortalidad del país; están presentes aquí, con su paso ahora medido y sosegado, los vecinos de todos los días -incluidos esas señoras y hombres sin edad que simplemente desde hace quien sabe cuantos años nunca han podido quedarse encerrados, hasta que un día simplemente no aparecen y tal vez llegue alguien a avisar que fue atropellado y hay que juntar para el ataúd que exige la delegación para enterrar el cuerpo. El velorio lo organiza casi siempre el cura local y es incómodo porque todos los presentes se conocen solo de vista, lo único que tenían en común era esa persona cuyo nombre muy posiblemente ignoran-.
Está presente también todo eso que ya ha sido y sigue siendo entre los coches y las casas, como si las personas solo fueran sombras, meras proyecciones, hologramas que pasan. Un holograma es una parte de algo que contiene la información del todo. Así cada persona, somos todos y somos nadie, pero  tal vez la mejor sinédoque de esto sea la paz, con que, inconsciente de lo corta y frágil que es su vida, descansa entre las plantas la gata. 

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