domingo, 26 de octubre de 2014

 
 
El Cerro de las Parotas
 
 


El nombre evoca tiempos, sensaciones y paisajes específicos.

No es sólo una enunciación, una localización, un topónimo,

coordenadas, la radiación de un GPS.

Es calor en la piel, y sobre todo reflejos de sol, dorados y blancos bajo las enramadas,

que atigran todo bajo el árbol, en un juego de luces que titilan y juegan como abejas

y luciérnagas diurnas para regocijo del que pasa o se queda;

y manos amarillas de dedos retorcidos aferrándose a la obscura tierra;

y tal vez el rumor, la frescura o la pura necesidad adivinando

un torrente luminoso y frío al fondo de la hondonada,

con vistas lejanas de cerros, cordilleras que se alejan del verde al azul.

Aquí un sol seco y desnudo, y allá sobre las montañas nubes

que refrescan con su sola vista, tierra caliente, trabajo duro,

trasiego de carretera y todavía, entonces, hace tiempo,

animales de carga obstaculizando el paso.

Lo mío, personal, era pasar, circular, en los "rápidos", en las "flechas", horarios, carreras,

frenar, salir en las señales, hacia la sombra de los árboles

anchos de refresco y descanso, esperar a quien sube y platicar al que se queda;

mujeres lentas, hombres sombrerudos que fingen no mirar, no estar.

No sé porque asocio el árbol, la parota, siempre con cortadas

en los planos de tierra o lomas, barrancas y abismos de broma o reales,

el árbol siempre en la orilla del voladero agarrado con raíces dramáticas

que triunfan en la esbelta figura del tronco y la elegante copa de ramas

elevada contra un cielo siempre intensamente azul de calor y más desnuda luz.

Para un chofer era el país de los desfiladeros, subir y bajar barrancas, acelerar en la recta

de los planos, esperar en las curvas demasiado estrechas, rayarse el costado contra las

barandas de los puentes, acelerar, frenar, no sé porque pienso más en esperar cuando en

realidad lo más eran las curvas y bajar y subir.

Las parotas son manos asidas a la tierra que fructifican portentosas y sobre todo, 

durísimas, “quien rajó parota no tiene madre”, me dijo un artesano que trabajaba

cabeceras de cama de esa madera; “es un trabajo pesadísimo”, me decía

mostrándome unas manos artríticas semejantes a las raíces del árbol.

Había una vida para la gente de la madera, para los de los que recogían fruta en las huertas

de los humedales junto a las riberas, y aún para los temporaleros en las tierras secas,

siempre casi desnudas, amarillas y como rascadas de los “planes”.

Y se moría mucho y se mataba también, no lo niego, había siempre “historias”, “informes”,

“operativos”, “pleitos”, los guachos siempre presentes,

 y venganzas, todo sancionado por la doble cara del silencio

y la broma gruesa; siempre había alguien que de un día para otro callaba, alguien

que se disfrazaba visiblemente para huir a Acapulco o a México: “deme el asiento de más

atrás, de en medio, lejos de la ventana, que vea yo quien venga”.

“El Cerro de las Parotas”, me suena indefectiblemente a mis lecturas de la primaria,

Altamirano y los sabinos de Amacuzac, no sé, Prieto y sus historias de caminos y

diligencias, Payno y mucho modernismo, el ensueño bucólico y el exotismo cercano del

calor y la humedad; aunque hoy como entonces, lo más no se habla, se hace, se vive, poco

se narra, menos se descubre; las vidas se entraman en secretos familiares y humillaciones

domésticas.

La violencia se encarna en nuevas generaciones que hilan su tela en silencio,

aunque en la artesanía pinten vidas de abundancia y ensueño;

alguna vez por estos mismos rumbos y caminos Buñuel filmó la subida al cielo…

No sé, pero supongo que como en las películas de Kusturika, la felicidad está en los

sueños, pero uno se queda con la postal de la imagen del recuerdo y la añora,

aunque si se afinan y razonan, de los recuerdos salen historias y chismes, nunca se arma

una sola versión y todas resultan duras y a veces terribles,

pero nunca tan crueles y visibles como nuestro presente.

“Nos sembraron”, antes de saber con precisión nada, pero sospecharlo razonablemente

todo, afirman los supervivientes de sus hermanos, “nos sembraron”.

Conscientes son de los correres de la historia con todo y sus matices de materialismo

dialéctico, y las propias memorias familiares de impublicadas Garro que también guardan

sus “recuerdos del porvenir”, “nos sembraron”;

se sienten, y muchos lo son, todavía indígenas, pudieran saber, sino intuir,

como dice el Popol Vuh, que toda sangre fructifica, toda sangre accede al tiempo, se hace

piedra, templo, poder, entramado, pop, estera, petate, poder…

y ya hay demasiada sangre entre las manos amarillas de las Parotas que abrazan la tierra,

que se aferran a la tierra, que evocan sensaciones y paisajes que son piel y alma de esta

gente, tan gente como nosotros, los que también pasamos, los que también estamos.

Se lo dijeron a mis antepasados que fueron arrieros en el mismo camino “ a la costa”,

“por todos los espinazos de la sierra”, “siempre hacia abajo o hacia arriba”, “subiendo y

bajando”, de tierra caliente hasta al volcán; me lo dijeron mientras ajustaba mi ritmo

cardíaco con Coca, Tehuacán y mejoral para aguantar la calor y la dormición sin dejar de

frenar y acelarar; “para ustedes que pasan todo es igual”.

Supongo que lo que me evoca el nombre de “el Cerro de las Parotas” es alguna juventud

ideal o real, propia o cercana, con ese sabor de “estuve ahí”, “yo lo viví”, y la imprecisión de

la distancia de los muchos años y la necesidad de saber o pensar que alguna vez se fue

felíz y hubo un mundo felíz, y que quizás era sólo esa búsqueda permanente de frescura

con la que se vivía, esperando el oasis,

que finalmente se volvía realidad al fondo de alguna hondonada de pronto

maravillosamente tropical con su fonda de refugio, sus prados asombrados,

las hamacas de árbol a árbol junto a la corriente de agua, los represados pequeñas

albercas para niños y jóvenes,

los cajones de lámina que llamábamos refrigeradores y las cervezas para los mayores,

y las flores, los arbustos brillantes de verdes llenos de abejas y mariposas, sonrisas de

mujeres haciendo y sirviendo pescado o tasajo, el punto de descanso, lo había, eran

lugares hermosos, ahí, por ejemplo, donde la carretera cruzaba el Tepalcatepec;

y me parece recordar o evocar una loma o un cerro arbolado y silencioso con paisaje largo

de mirar lejano y sensación de calma eterna, que pudiera ser un cerro de parotas.

Tendría que releer a Kertéz, a Primo Levi, al doctor Frenkl; a todos los que encontraron

esperanza en medio del infierno, que me expliquen porque ahora que me hablan de fosas

de cadáveres y huellas de brutalidades sin freno, recupero con el nombre la otra imagen,

que seguro tenía que de alguna manera ser la que alimentaba el alma de esos jóvenes así

brutal e irracionalmente sacrificados.

Querríamos consolarnos pensando que descansan, pero es conocimiento y tradición local

saber que no se descansa en esta tierra, que la muerte no entierra ni el dolor ni la rabia,

que la impotencia siembra, destila, sintentiza resentimiento y un nuevo sentido de vida que

a la larga, en generaciones, de la nada, de alguna manera, fructifica.

“Algo queda”, dice la gente que no habla, que de esto sabe que lo importante avanza sin

palabra, que la violencia real y vivida es del reino de lo indecible e indescriptible, que hay

algo sin nombre que queda y circula y vive en los pechos de los que siguen.

Ahí queda y está profundo en el paisaje y en la vida de la gente, tras la feria y el baile, tras

el estudio y la mudanza, después del trabajo, animando la faena y la chinga, queda eso

que generación tras generación quema el pecho y consume la carne. No se borra la

memoria ni se abole el paisaje, quedan los nombres y las sensaciones, los toponímicos y

los mapas, son mucho más que curvas de nivel y estadísticas, algoritmos de metales

preciosos en las bolsas de valores y estantes de maderas en una tienda de Noruega.

Es el sol en la piel bajo la sombra de una parota, la invasión de hormigas en los brazos y

las piernas, la frescura del agua fría en los pies, el ensueño de la luz en una sonrisa de una

cara morena, la alegría de los ojos cuando descansan en una sierra lejana, el entresueño

en la hamaca tras una jornada de insolación, la luz jugando en el follaje de árboles eternos…

 

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