sábado, 4 de abril de 2020


Cultura en el siglo XXI, segmentaciones y exclusiones.

Rodolfo Uribe Iniesta.

(Publicado en la Revista de Arte Boticario No.10 http://www.revistarab.com/ensayo.html)



“En un universo infinito, cada punto puede considerarse el centro porque cada punto tiene un número infinito de estrellas a cada lado”.

                    Stephen Hawking.





¿Qué pasa con la cultura en la vida del siglo XXI? Lo primero es que está escindida entre diversas dimensiones: la Alta Cultura o Cultura Académica jerárquica y etnocéntrica está en crisis al ser cuestionados sus fundamentos básicos. En este punto podemos decir que ya no es la Cultura sino la discusión sobre la Cultura. En la segunda mitad del siglo XX se hizo hegemónica a nivel mundial la Cultura Mediática o Cultura Pop, justamente mediatizada en sus diversas formas y niveles por los medios de comunicación pero todavía constituyendo un espacio público común mundial aún jerarquizado, etnocéntrico y mediatizado y constituido cada vez más sólo por “productos” de la industria cultural (musical, cinematográfica, editorial etc.). Y la actual dispersión de “plataformas”, de “mundos”, de “espacios”, de “centros” y “formas”, “alcances” de producción no sólo de “productos”, sino también de actividades culturales donde cada espacio, aunque con alcances limitados, es un “centro” y un “mundo” propio. En conjunto estos últimos son una gran riqueza, tienden a romper la escisión entre productor y consumidor, pero sus alcances tienden a ser sólo locales.

El problema, sin embargo, en la vida cotidiana, conformada cada vez más por un sector provisorio que para mantener sus niveles de consumo y su integración a la economía formal tienen que estar todo el tiempo cambiando y capacitándose, desarrollando habilidades más que conocimientos; y otro conformado por los precarios que viven de la economía informal, es que ya no sólo se trata de la enajenación de convertir a las grandes masas en meros “consumidores” de “productos culturales”, sino el problema cotidiano en ambos sectores es tener “tiempo” para relacionarse de alguna forma, “exponerse”, y no se diga participar en actividades culturales que permitan experimentar sensaciones emotivas y estéticas. Luego entonces la cultura cada vez más aparenta vivir sólo en los intersticios de todo tipo de esta sociedad, de ahí su carácter de resistencia, de aparente clandestinidad y sacrificio. Y de pronto, en el día a día, se siente que sólo quienes se dedican a la cultura tienen acceso a ella, quedando excluido el resto de la sociedad.




Hay que darnos una idea sobre a qué nos referimos por cultura, cuestión que nunca ha sido evidente, pero que en la práctica social, y básicamente en la comunicación social, mediática o no, significa que nos referimos a actividades y prácticas intelectuales de formación o de disfrute que pueden incluir actividades físicas o materiales, pero que comparten el ser expresivas de contenidos específicos a los diversos grupos sociales, afirmándolos o incluso contraponiéndose o negándolos con una acción que finalmente es también afirmativa de otro sentido, formas o contenidos. Justamente, mientras que en las actividades que consideramos “económicas” son indiferentes las características propias intrínsecas y originales de las mismas siempre que puedan equiparse a un valor de cambio; en las culturales es justamente lo más importante. Y también la diferencia está que las primeras se justifican meramente por su carácter inmediato de necesidad o rentabilidad; mientras las segundas forzosamente implican una calidad de experiencia emocional, afectiva, lúdica, erótica, intelectual o identitaria. Son dos “reinos”, dos “calidades”, dos “mundos”, que no son necesariamente ni naturalmente incompatibles, entre los cuales históricamente ha habido siempre dinámicas de interacción. Así, antes, en las sociedades premodernas la producción de satisfactores para la vida se hacía directamente mediante actividades altamente cargadas de cualidades identitarias incluso emotivamente; hasta que la modernidad vino a darle más importancia a la técnica impersonal y desidentificada como forma de producir y consumir masivamente. Y luego, la propia técnica y masividad colonizaría las actividades identitarias, emocionales y experienciales convirtiendo a la cultura en “productos” y “consumibles”. La cultura fue dejando de ser algo que se hacía y vivía para ser otro consumible más, y hoy cuando se habla de nivel cultural se habla de nivel de consumo cultural.

          La sociedad moderna contemporánea ha reducido la cultura a lo contrapuesto al mundo del trabajo (como si éste mundo no fuera también una propia forma particular de cultura, pero que justo niega progresivamente en su exceso la expresión o actividad intelectual y hasta física del participante). El trabajo, sea físico, sea intelectual o virtual, cuando sometido a una finalidad y sobre todo una funcionalidad eficientista cada vez más financiera, se convierte en una enajenación y negación de las capacidades y actividades del trabajador, aunque eso no implica la posibilidad de que tal persona pueda tener o desarrollar su propia actividad cultural, pero entendida ahora dentro de lo que se llama “tiempo libre”. Y sin embargo, desde mediados del siglo pasado Henri Lefebvre y Guy Debord señalaban como el mundo de la producción de valor colonizaba el tiempo libre en un proceso que se manifestaba sobre todo en la conversión del individuo de un actor a un mero consumidor. En un retorcimiento de las cosas, al final del siglo, una persona que “gusta”, o goza de la cultura, es un mero consumidor. Y el problema es ahora el del “acceso” a la cultura, que en realidad es una cuestión de “acceso” a “productos culturales”, y los artistas o creadores, ya no son personas que “hacen su vida” mediante actividades intelectuales o artísticas no directamente dentro del mundo de la producción de valor, sino, que a su vez, han sido integrados y reducidos a productores de “productos culturales”. Ellos mismos a su vez, sufren también de la disyuntiva de los tiempos segregados entre el productivo y el libre, sólo que en ambos casos se encuentran dentro del ámbito de producir o consumir productos culturales. Y por ende, en automático se genera un proceso de exclusión para aquellos que no tienen el tiempo libre, ni los medios, ni los recursos para acceder a los productos culturales que además pueden estar geográficamente concentrados en lugares de accesos lejanos o que impliquen mayores costos. O aún con la accesibilidad, al menos virtual, que daría la informática, no tienen la formación, o la capacidad de entenderlos, o disfrutarlos. 



          Aunque en el mundo de la modernidad la regla básica era la inclusión, que planteaba entonces el problema de destruir las formas tradicionales de vida donde la supervivencia física estaba integrada a la experiencia cultural; ahora vivimos bajo la lógica de la extrema segmentación e incluso los aislamientos. Dentro de la integración de la modernidad se había llegado incluso a la formación de una misma noosfera (espacio intelectual) mundial, o al menos general de cada nación, espacios sociales de comunicación compartida, aún cuando estuviera jerarquizada por ejemplo por los productos audiovisuales americanos y en general los productos intelectuales también europeos (como la literatura, la ciencia, y las disciplinas artísticas). Ahora, sobre todo la informática y las nuevas tecnologías de comunicación aplicadas a la producción y la distribución de productos culturales lleva bajo la dirección de las nuevas formas de negocio, a la extrema dispersión, en donde los espacios sociales públicos -tan queridos y promovidos por Habermas- se están desarticulando en infinitas particularidades con un previsible efecto próximo de incomunicabilidad, no sólo de mensajes, sino sobre todo de imaginarios compartidos.

          Puede entonces lo mismo hablarse de una crisis de la “Cultura”, pero al mismo tiempo de una explosión de las “culturas” particulares. La vieja “Cultura” jerarquizada y etnocentrista, académica, ha ido perdiendo jerarquización, consistencia y universalidad. Pero al mismo tiempo, su principal subproducto moderno: la “cultura popular” o “cultura pop”, que se convertiría en el principal producto de exportación y homogeneización cultural mundial, y en realidad una cultura mediática, una cultura de los medios, también va perdiendo su carácter de integrador universal al diseminarse las capacidades de acceso, pero sobre todo, y en eso vendría la nueva riqueza, de producción. Nuevas formas, nuevos canales, nuevos contenidos de producción y disfrute de nuevas actividades que pueden o no ser a su vez productos o sólo productos o no.

          Luego entonces el problema de la Cultura o culturas, ha pasado de ser la jeraquización y monopolización, al de la disyunción entre productores o participantes contra meros consumidores, pero sin embargo en un nivel más inmediato y cotidiano, el más agudo está siendo en las formas de vida modernas, que la gente provisoria que tiene alta capacidad económica porque vive adaptándose constantemente a las actividades económicas formales “no tiene tiempo”, por un lado, y los precarios no tienen ni el tiempo ni los recursos. Por eso, lo que vale es el esfuerzo de resistencia de hacer y vivir con sentido expresivo e identitarios, actividades propias y de comunicación que rompan también con las limitaciones de esa especie de ghetto que se quiere imponer a los artistas como espacio limitado por un lado, y al resto de la sociedad por el otro, trabajando desde todo resquicio y con toda iniciativa para transitar y comunicar todos los espacios posibles. Y eso implica, por supuesto, que cada uno haga lo posible por superar también la mera condición de consumidor.

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