Cultura
en el siglo XXI, segmentaciones y exclusiones.
Rodolfo
Uribe Iniesta.
(Publicado
en la Revista de Arte Boticario No.10 http://www.revistarab.com/ensayo.html)
“En un universo
infinito, cada punto puede considerarse el centro porque cada punto tiene un
número infinito de estrellas a cada lado”.
Stephen Hawking.
¿Qué
pasa con la cultura en la vida del siglo XXI? Lo primero es que está escindida
entre diversas dimensiones: la Alta Cultura o Cultura Académica jerárquica y
etnocéntrica está en crisis al ser cuestionados sus fundamentos básicos. En
este punto podemos decir que ya no es la Cultura sino la discusión sobre la
Cultura. En la segunda mitad del siglo XX se hizo hegemónica a nivel mundial la
Cultura Mediática o Cultura Pop, justamente mediatizada en sus diversas formas
y niveles por los medios de comunicación pero todavía constituyendo un espacio
público común mundial aún jerarquizado, etnocéntrico y mediatizado y
constituido cada vez más sólo por “productos” de la industria cultural
(musical, cinematográfica, editorial etc.). Y la actual dispersión de
“plataformas”, de “mundos”, de “espacios”, de “centros” y “formas”, “alcances”
de producción no sólo de “productos”, sino también de actividades culturales
donde cada espacio, aunque con alcances limitados, es un “centro” y un “mundo”
propio. En conjunto estos últimos son una gran riqueza, tienden a romper la
escisión entre productor y consumidor, pero sus alcances tienden a ser sólo
locales.
El problema, sin embargo, en la vida cotidiana,
conformada cada vez más por un sector provisorio que para mantener sus niveles
de consumo y su integración a la economía formal tienen que estar todo el
tiempo cambiando y capacitándose, desarrollando habilidades más que
conocimientos; y otro conformado por los precarios que viven de la economía
informal, es que ya no sólo se trata de la enajenación de convertir a las
grandes masas en meros “consumidores” de “productos culturales”, sino el
problema cotidiano en ambos sectores es tener “tiempo” para relacionarse de
alguna forma, “exponerse”, y no se diga participar en actividades culturales
que permitan experimentar sensaciones emotivas y estéticas. Luego entonces la
cultura cada vez más aparenta vivir sólo en los intersticios de todo tipo de
esta sociedad, de ahí su carácter de resistencia, de aparente clandestinidad y
sacrificio. Y de pronto, en el día a día, se siente que sólo quienes se dedican
a la cultura tienen acceso a ella, quedando excluido el resto de la sociedad.
Hay
que darnos una idea sobre a qué nos referimos por cultura, cuestión que nunca
ha sido evidente, pero que en la práctica social, y básicamente en la
comunicación social, mediática o no, significa que nos referimos a actividades
y prácticas intelectuales de formación o de disfrute que pueden incluir
actividades físicas o materiales, pero que comparten el ser expresivas de
contenidos específicos a los diversos grupos sociales, afirmándolos o incluso
contraponiéndose o negándolos con una acción que finalmente es también
afirmativa de otro sentido, formas o contenidos. Justamente, mientras que en
las actividades que consideramos “económicas” son indiferentes las
características propias intrínsecas y originales de las mismas siempre que
puedan equiparse a un valor de cambio; en las culturales es justamente lo más
importante. Y también la diferencia está que las primeras se justifican
meramente por su carácter inmediato de necesidad o rentabilidad; mientras las
segundas forzosamente implican una calidad de experiencia emocional, afectiva,
lúdica, erótica, intelectual o identitaria. Son dos “reinos”, dos “calidades”,
dos “mundos”, que no son necesariamente ni naturalmente incompatibles, entre
los cuales históricamente ha habido siempre dinámicas de interacción. Así,
antes, en las sociedades premodernas la producción de satisfactores para la
vida se hacía directamente mediante actividades altamente cargadas de
cualidades identitarias incluso emotivamente; hasta que la modernidad vino a
darle más importancia a la técnica impersonal y desidentificada como forma de
producir y consumir masivamente. Y luego, la propia técnica y masividad
colonizaría las actividades identitarias, emocionales y experienciales
convirtiendo a la cultura en “productos” y “consumibles”. La cultura fue
dejando de ser algo que se hacía y vivía para ser otro consumible más, y hoy
cuando se habla de nivel cultural se habla de nivel de consumo cultural.
La sociedad moderna contemporánea ha
reducido la cultura a lo contrapuesto al mundo del trabajo (como si éste mundo
no fuera también una propia forma particular de cultura, pero que justo niega
progresivamente en su exceso la expresión o actividad intelectual y hasta
física del participante). El trabajo, sea físico, sea intelectual o virtual,
cuando sometido a una finalidad y sobre todo una funcionalidad eficientista
cada vez más financiera, se convierte en una enajenación y negación de las
capacidades y actividades del trabajador, aunque eso no implica la posibilidad
de que tal persona pueda tener o desarrollar su propia actividad cultural, pero
entendida ahora dentro de lo que se llama “tiempo libre”. Y sin embargo, desde
mediados del siglo pasado Henri Lefebvre y Guy Debord señalaban como el mundo
de la producción de valor colonizaba el tiempo libre en un proceso que se
manifestaba sobre todo en la conversión del individuo de un actor a un mero
consumidor. En un retorcimiento de las cosas, al final del siglo, una persona
que “gusta”, o goza de la cultura, es un mero consumidor. Y el problema es
ahora el del “acceso” a la cultura, que en realidad es una cuestión de “acceso”
a “productos culturales”, y los artistas o creadores, ya no son personas que
“hacen su vida” mediante actividades intelectuales o artísticas no directamente
dentro del mundo de la producción de valor, sino, que a su vez, han sido
integrados y reducidos a productores de “productos culturales”. Ellos mismos a
su vez, sufren también de la disyuntiva de los tiempos segregados entre el
productivo y el libre, sólo que en ambos casos se encuentran dentro del ámbito
de producir o consumir productos culturales. Y por ende, en automático se
genera un proceso de exclusión para aquellos que no tienen el tiempo libre, ni
los medios, ni los recursos para acceder a los productos culturales que además
pueden estar geográficamente concentrados en lugares de accesos lejanos o que
impliquen mayores costos. O aún con la accesibilidad, al menos virtual, que
daría la informática, no tienen la formación, o la capacidad de entenderlos, o
disfrutarlos.
Aunque en el mundo de la modernidad la
regla básica era la inclusión, que planteaba entonces el problema de destruir
las formas tradicionales de vida donde la supervivencia física estaba integrada
a la experiencia cultural; ahora vivimos bajo la lógica de la extrema
segmentación e incluso los aislamientos. Dentro de la integración de la
modernidad se había llegado incluso a la formación de una misma noosfera
(espacio intelectual) mundial, o al menos general de cada nación, espacios
sociales de comunicación compartida, aún cuando estuviera jerarquizada por
ejemplo por los productos audiovisuales americanos y en general los productos
intelectuales también europeos (como la literatura, la ciencia, y las
disciplinas artísticas). Ahora, sobre todo la informática y las nuevas
tecnologías de comunicación aplicadas a la producción y la distribución de
productos culturales lleva bajo la dirección de las nuevas formas de negocio, a
la extrema dispersión, en donde los espacios sociales públicos -tan queridos y
promovidos por Habermas- se están desarticulando en infinitas particularidades
con un previsible efecto próximo de incomunicabilidad, no sólo de mensajes,
sino sobre todo de imaginarios compartidos.
Puede entonces lo mismo hablarse de
una crisis de la “Cultura”, pero al mismo tiempo de una explosión de las
“culturas” particulares. La vieja “Cultura” jerarquizada y etnocentrista,
académica, ha ido perdiendo jerarquización, consistencia y universalidad. Pero
al mismo tiempo, su principal subproducto moderno: la “cultura popular” o
“cultura pop”, que se convertiría en el principal producto de exportación y
homogeneización cultural mundial, y en realidad una cultura mediática, una
cultura de los medios, también va perdiendo su carácter de integrador universal
al diseminarse las capacidades de acceso, pero sobre todo, y en eso vendría la
nueva riqueza, de producción. Nuevas formas, nuevos canales, nuevos contenidos
de producción y disfrute de nuevas actividades que pueden o no ser a su vez
productos o sólo productos o no.
Luego entonces el problema de la
Cultura o culturas, ha pasado de ser la jeraquización y monopolización, al de
la disyunción entre productores o participantes contra meros consumidores, pero
sin embargo en un nivel más inmediato y cotidiano, el más agudo está siendo en
las formas de vida modernas, que la gente provisoria que tiene alta capacidad
económica porque vive adaptándose constantemente a las actividades económicas
formales “no tiene tiempo”, por un lado, y los precarios no tienen ni el tiempo
ni los recursos. Por eso, lo que vale es el esfuerzo de resistencia de hacer y
vivir con sentido expresivo e identitarios, actividades propias y de
comunicación que rompan también con las limitaciones de esa especie de ghetto
que se quiere imponer a los artistas como espacio limitado por un lado, y al
resto de la sociedad por el otro, trabajando desde todo resquicio y con toda
iniciativa para transitar y comunicar todos los espacios posibles. Y eso
implica, por supuesto, que cada uno haga lo posible por superar también la mera
condición de consumidor.
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