Uribe Iniesta, Rodolfo
Inmanencia de
la violencia. los procesos íntimos de la cultura política mexicana a través de la obra de Juan Rulfo
Revista de Humanidades:
Tecnológico de Monterrey, núm. 19, otoño, 2005, pp. 77-97
Instituto Tecnológico y de
Estudios Superiores de Monterrey
Monterrey,
México
|
ISSN: 1405-4167 claudia.lozanop@itesm.mx
Instituto
Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey México
Inmanencia de la violencia.

Los
procesos intimos de la cultura politica
mexicana a traves de la obra de Juan Rulfo
Rodolfo Uribe Iniesta
Programa de Estudios de lo Imaginario
Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias
Universidad Nacional Autónoma de México
Este ensayo
demuestra cómo en la obra de Juan Rulfo encontramos claves que aún son válidas
para entender la cultura política mexicana, si como tal vemos más allá del
sistema político y exploramos las técnicas cotidianas que lo hacen posible
desde los niveles básicos de la sociedad mexicana. Se trata de la construcción
no solo de un sistema de relaciones, sino de constitución de sujetos a partir
de hechos de violencia fundantes (el despojo, el quiebre) que determinan sus
acciones y guían sus deseos. La política cotidiana (como cultura de vida) es,
entonces, la política de los deseos determinados por el resentimiento, y el
poder y la posesión, más que fines, se convierten en medios para alcanzar estos
deseos. Pero, al mismo tiempo, este proceso significa la perversión y
desnaturalización de los mismos deseos que, de esta manera, nunca llegan a
cumplirse, ni siquiera para quienes operan la violencia.
This essay
shows how in the works of Juan Rulfo we find codes that are still valid in
understanding Mexican political culture, provided that we understand it beyond
the political system and provided that we explore the common techniques that
make it possible, starting from the basic levels of Mexican society. The issue
is not only about the building of a system of relationships, but it is also
about the makeup of the subjects, from the initial violent acts (dispossession,
breakdown) that determine their actions and guide their desires. Everyday
politics as a living culture is, then, the politics of desires that are
determined by resentment; and power and possession become a means rather than
an end in reaching these desires. But at the same time, this process signifies
the perversion and denaturalization of these very desires so that, in this way,
these desires will never be satisfied, even for those who commit the violent
acts.
1. “Me mataron los murmullos.” (52) “Porque
las palabras que había oído hasta entonces, hasta entonces lo supe, no tenían
ningún sonido, no sonaban; se sentían; pero sin sonido, como las que se oyen
durante los sueños” (44).
“Porque a mi padre lo mataron unas gavillas de bandoleros que
andaban allí, por asaltarlo nada más... A mi tío lo asesinaron, a mi abuelo lo
colgaron de los dos dedos gordos y los perdió; era mucha la violencia y todos
morían a los 33 años. Como Cristo...”
Juan Rulfo entrevistado por Elena Poniatowska
esde la perspectiva
que sintéticamente acostumbramos llamar moderna, guardar silencio es demostrar
ignorancia, incapacidad para conocer la propia situación porque no puede
explicitarse (verbalizarse, dirían los sicoanalistas). El saber existe solo si
es explicitado, argumentado y comunicado mediante un discurso razonado. El
saber aparentemente nunca es experiencia (pasaje, transcurso que se asume in
corpore, que constituye al sujeto como entidad). De hecho, la preeminencia de
la teoría se forjó para contar con un saber anterior a toda experiencia.
“El que calla
otorga”, decimos en México. Antes, el gobierno justificaba su permanencia con
los altísimos niveles de abstención electoral. El silencio era muestra de
conformismo. Sin embargo, el silencio tiene otra densidad. Trabajando en
comunidades indígenas se aprende que el silencio no hace referencia a
conformidades ni ignorancias. Al contrario, la densidad del silencio es la de
los saberes compartidos básicos que, más que secretos, son evidentes para
quienes participan de este grupo o sociedad que se opone al del saber
personalizado de la opinión o la teoría.
Este silencio ocupa el espacio de esos principios no
explícitos, pero participados por una comunidad,
de manera semejante a lo que Pierre
Bourdieu (1991) describe como “schemes”. Equivale también a lo que Michel
Maffesoli (1989) llama “coanesthesia
social”, en referencia a los procesos de pre-comprensión del ambiente que
condiciona la acción humana y que es uno de los componentes del “saber popular”
que fija identidades y localizaciones, respecto a destinos y experiencias compartidas.
Y puede entenderse, también, como lo que en otro texto Maffesoli (1990)
llama “la costumbre”, “lo no dicho, el residuo que funda el estar juntos... la
centralidad subterránea o la ‘potencia’ social versus el poder”.
Una educadora polaca, Irena Mescniak, comentaba que, de 20
años de trabajo alfabetizador en las zonas indígenas y rurales de México, su
aprendizaje más importante fue el del silencio, aprender a escuchar el silencio1.
Y de eso trata la obra de Rulfo, especialmente Pedro Páramo. Es un concierto de
silencios. “Un coro de murmullos”, nos dice él. Pero éstos no son sino las
expresiones reprimidas que sin dar una voz personalizada e individualizada,
dicen lo que todos saben. Claro, el problema es descifrar y descomponer esos
silencios en una reconstrucción de la realidad2 .
Para definir el papel que podemos darle a la literatura de
Rulfo, como guía de comprensión, cabe tener en cuenta también el papel que
tiene la literatura en las sociedades latinoamericanas: un papel donde se
entrecruza lo político y lo cultural de una manera inextrincable, y donde lo
expresivo termina siendo elemento también de construcción social.
Es en la literatura
donde se dice lo que no puede decir el mensaje explícitamente político, donde
la civilización responde a la barbarie, o es al menos la denuncia –como lo
hicieron Domingo Sarmiento, Eustacio Rivera y Rómulo Gallegos, por mencionar a
algunos de nuestros clásicos. Más cerca
de ese positivismo beligerante de combate entre el orden y el desorden, tenemos
en México Los de Abajo de Azuela, El
Resplandor de Rafael F. Muñoz y, sobre todo, La Sombra del Caudillo de Martín
Luis Guzmán y El Gesticulador de Rodolfo Usigli. En estas obras, abierta y
explícitamente se nos enfrenta con la desnudez de los hechos y palabras de la política
de violencia que forjó al México del siglo pasado. n obras sobre la política
que mediante la fuerza de la descripción nos desentrañan mecanismos e
ideologías de la “sociedad política”, del “sistema político” específicamente
nacional. Pero lo interesante es que Rulfo va más allá.
Dicho gramscianamente, Rulfo va a los procesos de la
sociedad civil que permiten que se constituya la sociedad política descrita por
los otros autores, al tejido de la
sociedad que recrea persistentemente las bases para dicho sistema político. Un
sistema que –no olvidemos–, aunque centralista por su funcionamiento, nació
justamente de un pacto de poderes locales.
Otra cualidad muy importante, el constatar que no hay en
Rulfo la pretensión de la exterioridad intelectual con la que los autores
latinoamericanos mencionados denuncian a la barbarie. Encontramos, en cambio,
pesimismo y resentimientos en su larga exposición de los mínimos detalles que
“quiebran” a sus personajes. La violencia inmanente en una forma de vida –o la
violencia inmanente como forma de vida– que explica y justifica a todos los
personajes y donde no se exime ni exculpa a ninguna víctima. Todos somos
responsables.
2.“¿En qué país estamos, Agripina?... ¿Qué país es
éste, Agripina?”(186)
Es común considerar que la cultura política es la llamada
“cultura cívica”, que se reduce a la creencia y participación en los mecanismos
electorales de la llamada democracia moderna, tal como a principios de los 60 lo
definieran los autores americanos Almond y Verba (1963). A partir de esa
lectura, todo se mide desde el rasero de la sociedad política, es decir, de la
parte de la sociedad que expresamente se define como política y que ha quedado
establecida en las instituciones específicas (partidos, poderes públicos y sus
agencias). La modernización se ha definido y se mide por el nivel en que las
sociedades generan y mantienen estas instituciones especializadas. Entonces,
una mayor o menor cultura política, o una mayor o menor modernización, se
definen por el grado de especialización, funcionamiento y participación social
de estas instituciones. El problema es que muchos autores esperan entender las
dimensiones políticas de la sociedad limitándose al estudio de éstas. Quizás de
este cierre de la perspectiva de visión nos viene esa sensación de
incomprensibilidad y caos de los procesos sociales actuales en los países
latinoamericanos.
La cuestión actual es más grave porque en contra del
“wishfull thinking”, que considera que ésta es la hora del mercado y de la
“sociedad civil” –una sociedad atada solo por los intercambios económicos y la
exclusiva actividad política de votar–, vemos que en América Latina esa
sensación de unicidad sistémica de los países se está rompiendo en esquemas de
cortes regionales y sectoriales cada vez más atomizados. Del populismo corporativo
pasamos cada vez más al individualismo blindado y paranoico de los que tienen y
a las redes microlocales de los que no tienen (Ver Hopenhayn, 1994).
Las perspectivas de lectura –su apertura y su cierre, lo
que incluyen y lo que excluyen– dependen, por supuesto, de las concepciones que
se manejen sobre el poder y la constitución de la sociedad. Por eso, para
recuperar la visión de la “cultura política”, ante todo como formas de relación
entre las personas y no meramente como construcción y participación en
instituciones, tenemos que considerar otra visión diferente.
La perspectiva liberal, dominante en las ciencias sociales,
considera al poder como algo que se tiene o no se tiene, objeto ubicado en un
lugar que se ocupa o no se ocupa. Puede enajenarse como un bien, de acuerdo con
reglas jurídicas de cesión o de contrato que tiene como efecto la constitución
de soberanía (Foucault 19 y 25). Esta soberanía
vendría a residir en las instituciones; por eso se eleva a valor moral “la
institucionalidad” de una sociedad en la que lo que cuenta es esto y no los
individuos que ejercen el poder –según esta perspectiva. Y la técnica del
derecho o la juridización de la discusión política cumple la función de
disolver, dentro del poder, el hecho histórico de la dominación. De aquí, se
pasa a ver a la sociedad sobre todo como un conjunto de instituciones, y lo que
se hace bajo el nombre de sociología o ciencia política es básicamente el
estudio de las instituciones y su funcionamiento: discutir los derechos de la
soberanía y la obediencia, la legitimidad y su eficiencia. Poca atención presta
esta perspectiva a los procesos de “institucionalización”, aunque algunos
sociólogos aportan propuestas interesantes para cerrar la brecha entre ambos
fenómenos, como por ejemplo Giddens (1987) con su concepto de “estructuración”, un
proceso confrontado con la simple idea de estructura institucional.
Sin embargo, lo común a todas estas propuestas es una
visión que privilegia los resultados macro de las actividades y están
sobredeterminadas por una perspectiva de la trascendencia, cuando no incluyen
alguna teleología implícita o explícita. Como nos recuerda el propio Giddens (25),
la sociología, aunque autodefinida como el estudio de la sociedad, en realidad
se abocó al estudio de las sociedades estatales.
En contrapartida existe, por una parte, otra definición del
poder, y por otra, una visión de la sociedad que inclusive no se apoya en una
idea de trascendencia, sino más bien en la de inmanencia. Para Foucault (27):
...el poder no es algo que se
divide entre los que lo detentan como propiedad exclusiva y los que no lo
tienen y lo sufren. El poder es, y debe ser analizado, como algo que circula y
funciona –por así decirlo– en cadena. Nunca está localizado aquí o allí, nunca
está en las manos de alguien, nunca es apropiado como una riqueza o un bien. El
poder funciona y se ejerce a través de una organización reticular. Y en sus
mallas los individuos no sólo circulan, sino que están puestos en la condición
de sufrirlo o ejercerlo; nunca son el blanco inerte o cómplice del poder, son
siempre sus elementos de recomposición. En otras palabras: el poder no se
aplica a los individuos sino que transita a través de los individuos... lo que
hace que un cuerpo sea identificado como individuo, es ya uno de los primeros
efectos de poder. El individuo no es el vis-à-vis (enfrentado) del poder. El
individuo es un efecto del poder y al mismo tiempo, o justamente en la medida
en que es un efecto suyo, es el elemento de composición del poder. El poder
pasa a través del individuo que ha constituido.
Valga la larga cita para justificar la
perspectiva básica de análisis con que quiero leer la literatura de Rulfo como
exposición de la constitución, del “hacerse” de la sociedad mexicana, sobre todo,
porque siempre se ha hablado del cacique como el controlador material y de
víctimas indefensas y sumisas. Es la imagen que se usa cuando se dice que Pedro
Páramo es el estereotipo o arquetipo del cacique. Ésta me parece una lectura
inadecuada. Rulfo no nos describe la institución del cacicazgo como hecho o
estructura, sino como un hecho que se está constituyendo en cada intercambio y,
sobre todo, es muy meticuloso para describirnos la construcción de los
individuos determinados por este intercambio. Esta perspectiva de análisis –
tanto del texto literario como de la realidad social–, al contrario de la
mencionada arriba, no nos obliga a construir actores imaginarios racionales
para entender sus acciones. Al contrario, obliga a considerar a los seres humanos
como seres complejos y abarcar sus
“irracionalidades” y sentimientos para
entender el sentido de la acción y explicarla.
La perspectiva de Foucault no implica, entonces, el mero
estudio del discurso jurídico del estado y sus legitimaciones e instituciones.
Propone:
estudiar el poder allí donde
está en relación directa e inmediata con aquello que podríamos llamar,
provisoriamente, su objeto, su blanco, su campo de aplicación, es decir, allí
donde se implanta y produce sus efectos concretos (26).
Lo que voy a demostrar es que el texto de
Rulfo cumple con iluminarnos lo que Foucault pide que se estudie:
se debe hacer un análisis
ascendente del poder: partir de los mecanismos infinitesimales (que tienen su
historia, su trayecto, su técnica y su táctica) y después ver cómo estos
mecanismos han sido y son aún investidos, colonizados, utilizados, doblegados,
transformados, trasladados, extendidos por mecanismos cada vez más generales y
por formas de dominación global” (28).
En cuanto a la sociedad, hay también perspectivas
no “trascendentales”, como la que propone Maffesoli (1989), que rompe con
la sobredeterminación de las visiones “políticas” o “económicas” como únicas
motivaciones-fines de la acción social, superando la visión separada y distante
del científico del modelo de las ciencias duras, y la desconfianza hacia los
actores. Estos planteamientos no consideran que la experiencia vivida es un
síntoma de otra cosa, y al estudiar “la socialidad” considera que ésta no se
basa en la “separatividad” o especialización, en la homogeneidad y la
univalencia de la razón, sino en una mezcla de sentimientos, pasiones,
imágenes, etc. En suma, considera que más allá de “proyectos”, el sentido de la
vida social es ella misma y su presente.
3.”De lo que no sabemos nada es de la madre del
Gobierno.”(190)
El primer nivel de los dos que hemos descrito de la
política, el institucional, el del gobierno como entidad estatal y con tiempos
modernos estatales-históricos, está plena y explícitamente presente en la obra
de Rulfo, a pesar de todo el sobrerrealismo, o mezcla de diferentes planos de
realidad. Toda la obra, además, está perfectamente localizada en planos
históricos y geográficos.
La obra narrativa de Rulfo nos transporta al sur de
Jalisco, en los primeros 30 años del siglo XX. Frente a la inmanencia
de la violencia que puede sentirse desde las descripciones de una naturaleza
dura y a veces inclemente (el calor de comal de Comala, la sequedad del Llano
Grande en “Nos Han Dado la Tierra”, y el paisaje lunar de “Luvina”), hay siempre
también el registro paralelo de una muy definida situación histórica: la parte
líneal de los acontecimientos de Pedro Páramo va de los últimos años del
Porfiriato a la Guerra Cristera, durante la que se despuebla Comala y tras la
cual supuestamente llega Juan Preciado. Las historias de El Llano en Llamas
directamente hacen referencia al desarme postrevolucionario, al levantamiento
cristero y a la demagogia de los gobiernos postrevolucionarios (“El Día del
Derrumbe” y “Luvina”).
Aun cuando la mayor parte de las historias son anécdotas
que ilustran la imposibilidad de evitar y rehuir la violencia (“La Cuesta de
las Comadres”, “El Hombre”, “En la Madrugada”, “Talpa”, “Llano en Llamas”,
“¡Diles que no me maten!”, “La Noche que lo Dejaron Solo”, “Acuérdate”, “No
Oyes Ladrar los Perros”, y “La Herencia de Matilde Arcángel”), en casi todas,
por más sinsentido que tenga la situación, por tonta que sea la causa que
permite que alguien muera o viva, hay un contexto histórico que incluso va a
permitir el desenlace trágico de una historia que estaría predefinida por
situaciones más personales. Es éste el caso de “La Herencia de Matilde
Arcángel”, donde el odio del padre al hijo, por la muerte de la madre, se
realizará en el asesinato del padre por el hijo en el desarrollo de un
levantamiento armado: la venganza personal encontrará vehículo en una actividad
político-militar.
De manera muy clara se explicitan en la obra de Rulfo dos
niveles de poder institucional: el de los ricos (latifundistas) y el del
Gobierno.
Los ricos son Pedro Páramo o sus
competidores, y la figura de Páramo, su ascenso y caída, nos da una imagen de
intensa competencia entre los ricos que incluso operan los odios y luchas
clasistas en su favor. Páramo pacta con los sublevados de distintas facciones
para defenderse de otros sublevados, lo mismo que para expoliar a los otros
ricos. Pero, además, aparece como entidad lejana el Gobierno, que en un primer
momento es solo un árbitro y luego (sobre todo en “Nos Han Dado la Tierra”,
“Luvina” y “Después del Derrumbe”)
aparece como un discurso, una promesa, que siempre se distorsiona. En
“Luvina”, el Gobierno aparece dividido en dos acciones: la ineficiencia y falta
de apoyo al maestro que manda él mismo a luchar desarmado contra la ignorancia
y la inanidad en un lugar desolado; y la mano expedita y castigadora de la ley
contra los pobres.
En este plano, la acción de los pobres es siempre una
violencia errática, la rebelión constante y fallida que se da desde la
organización revolucionaria o el alzamiento cristero. El pobre que hace justicia por su propia mano y
se convierte en delincuente (“La Cuesta de las Comadres”, “El Hombre”); o el
que accede al Estado para hacérsela (“¡Diles que no me maten!”, “Acuérdate”).
En el caso de “Acuérdate”, se trasluce un nivel terrible de injusticia social
en donde un despojado de toda la vida recurre a un puesto de policía para
canalizar su envidia y odio al entorno social que lo rechaza y, derrotado por
éste finalmente, se ve obligado a suicidarse.
En este nivel Rulfo coincide con la mayoría de los
intelectuales que escriben literatura sobre la rebelión, mostrando una visión
de “bola”, de alzamientos personalizados, sin más orientación ideológica que la
pesca en río revuelto, y que nos dan una visión de conjunto de simple caos y
desorden y no de construcción de un nuevo orden. En un viejo ensayo, Aguilar
Camín (101-115)
explicaba esta visión como un “mandarinismo”: el rechazo de los expropiados de
clase media a la acción vitalista popular que ocurrió durante la rebelión,
resaltando la perspectiva desorganizada e irracional. Los intelectuales de las
clases medias, arruinadas directa o indirectamente por la Revolución, logran
que se cree un sentido común sobre la falta de objetivos de las diversas rebeliones
y demás hechos violentos ocurridos durante el proceso que llamamos Revolución
Mexicana, resaltando en sus narraciones los hechos irracionales y sinsentido.
En el mediano plazo esto se convertirá en una particular estética “sobre la
Revolución Mexicana” y, de manera general, en toda una filosofía de “lo
mexicano” o “del mexicano”3.
Si la lectura de Rulfo no pasa de este plano, estamos ante
otra visión pesimista-fatalista de la vida humana, en la que ningún esfuerzo es
suficiente frente al cinismo de los poderosos locales y a la prepotencia y
exceso de fuerza gubernamental; pero, sobre todo, frente a la falta de
“seriedad de la vida”, la falta de piedad con que las desgracias se desgranan
sobre aquel a quien le toca su hora
(“¡Diles que no me maten!”), con motivo o sin él (“La Vida es Poco Seria
en sus Cosas” y el motivo inicial de “La Herencia de Matilde Arcángel”). Pero
quedarnos en este nivel de lectura es quitarle la originalidad al universo de
Rulfo.
En efecto, Rulfo nos da cuando menos dos niveles más de
lectura. Uno de ellos consiste en un extraño proceso de distorsión de las medidas
autoritarias, en el que el exceso de poder termina por caricaturizar al poder
mismo, que lo hace derivar en el desmadre, un auténtico desmadramiento en el
sentido original del término. Este proceso se muestra cuando menos en dos
ocasiones: cuando el llamado a muerto por más de tres días tras el
fallecimiento de Susana San Juan se convierte en carnaval (lo que a su vez
provoca que Páramo decida estrangular económicamente al pueblo) y en el
banquetezipizape con que culmina la visita del gobernador al pueblo siniestrado
en “El Día del Derrumbe”.
Son estos momentos de transición a otro nivel en el que
comienza a sentirse la impotencia del “orden”, en todas sus interpretaciones,
frente a otra inmanencia que es la festiva, poco seria y coherente resistencia de
lo popular en su más caótica versión. Es como si de pronto las cosas llegaran a
un nivel en el que el exceso del propio orden hace que todo se desborde y
derive a otra cosa. Y si parte de la ineluctable inmanencia de la violencia
viene de “la poca seriedad de la vida en sus cosas”, este desmadrarse funciona
como contraparte de la poca seriedad de la vida que incluso puede no perder,
sino por el contrario, salvar a quien actúa con descuido y desatino, como en
“La Noche que lo Dejaron Solo”.
4. “Un puro vagabundear de gente que murió sin perdón
y que no lo conseguirá de ningún modo...” (48). “¿No ve el pecado? ¿No ve
esas manchas como de jiote que me llenan de arriba abajo? Y eso es por fuera;
por dentro estoy hecha un mar de lodo...”(47). “Y qué crees que es la
vida, Justina, sino un pecado ¿no oyes? ¿no oyes cómo rechina la tierra?”(95).
Esta visión multidimensional está presente en Pedro Páramo.
Pedro Páramo es un rencor vivo, pero el resto de sus personajes son puros
resentimientos. En un universo de resentidos tienen que existir causas
primeras. Todos comparten la característica de tener un agravio u ofensa
primigenia que funciona como explicación o motivación de su actuar. La ofensa o
el agravio es un dato determinante y característico del personaje y nadie
escapa de esto. Las relaciones personales, afectivas, los amores y deseos, no
son sino otro campo de batalla donde las relaciones de posesión o desposesión
marcan los sentidos de acción e intención de cada personaje.
Bien leído, no se trata de
la simple aceptación. Al contrario, todos los personajes están
desgarrados por la tensión. No hay en ninguno la conformidad. Por ejemplo,
hablan desde la muerte, pero desde una muerte insidiosa y sutil que no lleva al
silencio negativo, el silencio de la nada; sino que es “la vida” del silencio
de los murmullos pura resistencia.
En principio, y desde su muerte, todos los personajes,
desde su resentimiento, son más que nada manifestación de la imposibilidad, de
la inutilidad, de la futilidad, de la falta de éxito de su rebeldía. Y en medio
de las frustraciones, los tres más grandes y exitosos rebeldes son Pedro
Páramo, Susana San Juan y el Padre Rentería. El primero porque no se somete a
ser un aprendiz ni el heredero empobrecido de un hombre asesinado (“Que se resignen
otros, abuela, yo no estoy para resignaciones”(21)); Susana San Juan,
agraviada por el abandono en que muere su madre, por el uso que le da el padre
y el asesinato de su novio, escapa de esta vida en su locura; y el Padre
Rentería sublima la impotencia ante el asesinato del hermano y la violación de
su sobrina, levantándose en armas como cristero. La rebelión, su objetivo, se
confunde con su deseo: la superación del despojo, de la afrenta, de la ofensa.
Y esta superación se convierte también en deseodeseo y por lo tanto también en
deseo-sexo. Toda la historia puede leerse en clave de sobreposición de deseos:
existe una política y una economía de los deseos (puede ser éste el contenido o
sentido de la inmanencia), en la que el cumplimiento de los deseos de unos,
despojan a otros de la posibilidad de cumplirlos. Así, el éxito de Pedro Páramo
es imponer en todo Comala un solo deseo: “Esperé a tenerlo todo. No solamente
algo, sino todo lo que se pudiera conseguir de modo que no nos quedara ningún
deseo, sólo el deseo tuyo, el deseo de ti” (72). Deseo, al final,
también frustrado en última instancia (y sobre esta base podemos decir que no
se llega al placer), porque en su locura Susana ya ha escapado de él y de esta
vida, pero igual derrotada, sin superar la frustración de no tener a Florencio,
ya asesinado.
La política, así, no es ideología, sino un coraje muy
grande que se trae de adentro, el deseo intenso de cobrar una venganza, de
obtener lo que se quiere y de la posesión sexual. La posesión de objetos, el
poder económico, el control de las vidas, y el poder político, en su nivel más
primario, no son finalidades en sí mismos, sino solo medios para el
cumplimiento de los deseos (y en tanto se identifica al deseo con el sexo, cada
acto económico o de poder –posesión–, a su vez se sexualiza). Pero también los
mismos deseos no son libres, sino que están determinados por un despojo o
agravio fundante (y en este sentido, en vía inversa, el sexo se somete a los
impulsos de las mecánicas de posesión y poder). En mi opinión, es esto lo que
cierra el círculo vicioso de la atmósfera asfixiante que caracteriza al texto,
más que la escenografía de la naturaleza feroz que da y quita, más que la
angustia del desvivirse de muertos y vivos, y el clima de inmersión en la atmósfera
de panteón en que se escenifica la narración.
En este contexto ningún personaje puede vivir cuando está
vivo ni morir cuando está muerto, porque todos son y se saben culpables sin
remisión: “Y nosotros aquí tan solos. Desviviéndonos por conocer aunque sea
tantito de la vida (46)”. Todos se rebelan, cada quien a su manera,
frente a esta inmanencia que en mucho adopta el nombre y forma de Dios y
Religión. El padre Rentería, por ejemplo, se siente pecador por ser incapaz de
redimir al pueblo, de rebelarse contra el abuso al verse forzado a perdonar a
su ofensor, y por vivir de lo que le dan los principales ofensores. Así, no
puede establecer la justicia ni para los demás, ni para sí mismo, aun cuando
sea perfectamente consciente del mal. De este modo, su situación lo lleva,
además, a ser el testigo principal de éste.
...Luego están nuestros
pecados de por medio. Ninguno de los que todavía vivimos está en gracia de
Dios. Nadie podrá alzar sus ojos al cielo sin sentirlos sucios de vergüenza. Y
la vergüenza no cura. Al menos eso me dijo el obispo que pasó por aquí hace
algún tiempo dando confirmaciones...(47)
En esta lógica de deseos y culpas,
encontramos un pueblo que vive con el Jesús en la boca, pero que se sabe que no
es ni cristiano ni católico, que no puede cumplir con los parámetros de esa
religión4 Cuando el cura de Contla le niega la absolución a Rentería
le dice: “Quiero creer que todos siguen siendo creyentes; pero no eres tú (el
representante de la iglesia y dios) quien mantiene su fe; lo hacen por superstición
y por miedo...no hay que entregar nuestro servicio a unos cuantos...tú mismo
estás en pecado” (63). Eduviges Diada –exponiendo la acción y razonamiento
clásico de la “resistencia”– se rebela contra el dios que, a través de
Rentería, no le puede perdonar ser madre soltera y decide tomar en sus manos su
propia muerte: “Todo consiste en morir, Dios mediante, cuando uno quiera y no
cuando él lo disponga. O, si tú quieres, forzarlo a disponer antes de tiempo
(13)”. El padre Rentería toma conciencia del carácter clasista de la religión
que le toca impartir, cuando razona que un rico se salva con la contrición de
último momento y el perdón del cura (como Miguel Páramo); y el pobre con una
vida de bondad se pierde por un error al final (el suicidio). La vida no es,
entonces, posible, dice Susana San Juan a Justina: “¿Qué crees que es la vida
sino pecado? (95)”. Y Dios imposibilita cumplir los deseos, la misma Susana
dice: “Señor, tú no existes. Tú te ocupas nada más de las almas. Y lo que yo
quiero de él (Florencio) es su cuerpo (88)”. Nadie se salva de la conciencia de
la culpa, como lo afirma Pedro Páramo ante el cadáver de su hijo: “Estoy
comenzando a pagar. Más vale empezar temprano para acabar pronto (61)”. En este
tema Rulfo recoge muy bien una característica del imperfecto catolicismo de la
religiosidad popular mexicana, cuando los personajes –sobre todo los populares
como Eduviges– reconocen de facto dos dioses: un dios rector al que se opone y
otro dios inmanente, que es el mediador de todas las acciones, y a quien se
puede recurrir, a quien se le pide, con quien se negocia.
La culpa es también, y sobre todo, la culpa de dejarse; la
culpa que sienten todos de saber que si alguien abusa es porque todos colaboran
en dejarlo abusar: Rentería, que tiene que perdonar a Miguel Páramo aunque se
desquite con Susana San Juan; Ana, su sobrina, que ha dejado entrar a su
recámara al asesino de su padre para que la viole. La culpa de todos, por no
haber resistido el ascenso de Pedro; de todas las mujeres –Dolores Preciado en
primer lugar– que se le entregan “aunque después las aborrezca (37)”
y no les quede sino rumiar y reclamar el abandono en que las deja.
Rulfo nos presenta un mundo en apariencia establecido,
perfectamente dominado por el cacique y
por las otras formas de poder terreno, incluido Dios mismo –que no
aparece como fuerza trascendente sino siempre encarnado al interior de los
seres como un combate, un castigo no aceptado, pero que se sufre; se trata de
un Dios que no triunfa al ganárselos, pero sí al hacerlos saber que son
pecadores. El triunfo de Dios sería la inocencia, pero no son inocentes ni las
vírgenes forzadas que le abren las ventanas a los violadores (Ana Rentería) y
mucho menos las viejas beatas que rodean a los curanderos (como en “Anacleto
Morones”). El único de los personajes que se acerca a la inocencia es un loco
que se obsesiona por los pechos de su nodriza, que mezcla bondad y lujuria
(“Macario”). Es un mundo culpable donde nadie cumple cabalmente sus deseos. Un
mundo dominado por la tiranía de la culpabilidad frente a los deseos y por el
resentimiento que también es un deseo reprimido: el deseo de rebelarse. Es una
acción de segundo orden –más deseo que acción– que poco avanza; es venganza y
no hay ser vivo sobre la tierra que se escape a su designio. Incluso sobre el
propio Pedro Páramo pesa su obligación de reaccionar. Es una sed de justicia
tan grande e insatisfecha como la de lluvia en el Llano Grande de “Nos han dado
la tierra”. Sed de la justicia divina ante un Dios que castiga con la culpa y
no premia las vidas piadosas, vidas por otra parte imposibles en este mundo. Es
claro que para los personajes de Rulfo, vivir es rebelarse ante Dios, que hace
imposible la vida, a quien siempre hay que “ayudar” hasta a hacer milagros
(“Talpa”). Dios es, entonces, un extranjero, un dominador extraño a este mundo
y es al mismo tiempo el camino que permite que las cosas ocurran o se hagan.
¿Con cuántos dioses estamos tratando en este microcosmos de la obra de
Rulfo (o de la cultura mexicana si la
aceptamos como su fiel representación)?
Sin embargo, nadie hace a Dios plenamente culpable, por
ejemplo, de la dominación de Pedro Páramo –todos se saben responsables en un
juego entre iguales decidido por la violencia, por una violencia astuta, por
una calculada economía de la violencia. Pero no por eso deja de estar ese
dios-inmanencia que empuja a las muchachas alegres a hacerse putas por causas
tan banales e indirectas como que se ahogue una vaca (“Es que Somos Tan Pobres”)–,
esa fuerza “poco seria” de la vida que traiciona sus propias promesas, o crea
los escenarios para “ejercer su voluntad”
(“Talpa”).
5.“¿Y a ti quien te mató madre?” (25) “Estamos
Obligados a Amparar a Alguien. ¿No Crees Tú?” (75).
Podríamos hablar de una teoría de la estructuración de las
relaciones sociales de dominación tal como aparece, sobre todo, en Pedro
Páramo, o bien, de los mecanismos de
construcción de los sujetos sociales en cuanto sujetos políticos. Pero prefiero
dejarlo, por ahora, como la exposición de una de las técnicas o herramientas
para establecer las relaciones de dominación dentro del campo de la sociedad y
vida cotidiana mexicana. Estaríamos hablando de que los personajes o actores
sociales no entran espontáneamente a las relaciones políticas de intercambio y
dominación, o por el impulso de una necesidad propia de desarrollo, sino que al
contrario, mediante un mecanismo de despojo, son impulsados al juego que se
libra en este campo. El despojo, daño, ofensa o afrenta recibida se constituye
en un elemento no accidental o contingente, sino constitutivo y determinante
del sujeto en cuanto tal (en el nivel de vida cotidiana e incluso en el propio
nivel político-político, o, usando la terminología de Maffesoli: societario
primero y luego social ). No es solo la reproducción de un sistema, sino la
reproducción de individuos acordes al sistema. El juego, la apuesta que decide
cómo se colocará el sujeto en la estructura, depende de su capacidad de manejar
dicho daño o afrenta. Para usar el término coloquial mexicano, el sujeto, para
constituirlo como tal, “es quebrado”, “se le quiebra”. De ahí en adelante ya no
será libre, de alguna manera no estará “limpio” o indefinido, y estará atado a
la cadena de acciones-reacciones que sostiene, en este nivel, al sistema. Desde
entonces, su ser es un “ser determinado”.
Cabe aquí resaltar otra dimensión que nos desnuda la
descripción de Rulfo: los sujetos no son parte de la sociedad a la que
pertenecen ni por la simple cohersión económica al estilo marxista (“los
hombres en la producción de su existencia contraen relaciones independientes de
su voluntad”), ni son formados como individuos adecuados o similares a su medio
por la socialización o la introyección de valores como esperaban los sociólogos
funcionalistas; o como se pide que funcione una sociedad moderna, en donde los
valores que instituyen las relaciones sociales están ya presentes en la propia
definición del individuo como tal. Aquí queda espacio para una interioridad no
integrada del individuo que da el espacio para ese sí mismo resentido, que en
cualquier momento puede provocar una reacción imprevisible o “disfuncional”.
Si bien Rulfo resalta en sus descripciones ambientales la
inmanencia y la inevitabilidad de la violencia como elementos dominantes de su
universo literario, al mismo tiempo nos describe claramente esta situación como
una acción controlada y planeada, incluso como una técnica. Es decir, la vida
te quiebra, como ocurre por ejemplo con el sinsentido de la muerte
de Matilde Arcángel, que quiebra a su marido y el odio de éste quebrará
a su hijo para que luego éste lo mate. Pero también existe el quiebre por
cálculo. Está presente la violencia como sistema. Es lo que le enseña como
política Pedro Páramo a Fulgor Sedano, la personalización de la acción: “¿A
quién le debemos? ¿No me importa cuánto sino a quién? (34)” Para cada uno,
una respuesta adecuada: usar a Dolores Preciado, casándose con ella para
hacerse de su tierra, e ignorar a “quien no pesa”:
-¿De quién se trataba?
-Es gente que no conozco.
-No tienes, pues, por qué apurarte, Fulgor. Esa gente no
existe.(58)
Y más importante: imponer la ley de la
arbitrariedad, por ejemplo, acusando a Toribio Aldrete de lo más absurdo
(“usufruto” -usufructo) para luego asesinarlo ejemplarmente y sentar precedente:
“¿Cuáles leyes Fulgor? La ley de ahora en adelante la vamos a hacer nosotros.”
(38)
El precedente predefine interpretaciones y
situaciones:
-...Pero la tierra no es
tuya. Te has puesto a trabajar terreno ajeno. -¿Y quién dice que la tierra no
es mía?
-Se afirma que se la has
vendido a Pedro Páramo... Eso dices tú.
Pero por ahí dicen que todo
es de él.
-Te digo que a nadie se las
he vendido.
-Pues son de Pedro Páramo.
Seguramente él así lo ha dispuesto. ¿No te ha venido a ver don Fulgor?...
Seguramente mañana lo verás venir. Y si no mañana, cualquier otro día. -Pues me
mata o se muere; pero no se saldrá con la suya.
-Requiestat in paz, amén,
cuñado. Por si las dudas. (41)
El quiebre general es generar costumbre
ante el abuso que tanto le duele en los oídos al padre Rentería en su
confesionario, y que pasa por la entrega/violación de su sobrina, por el
asesino de su padre y por el verse forzado a dar su perdón a Miguel Páramo,
hijo de cuyos abusos se hace responsable Pedro Páramo.
Pero, si bien todos han estado determinados, incluso el
propio Pedro Páramo, por el asesinato de su padre, es en la posesión de lo más
preciado donde se expone más claramente el mecanismo:
-¿Sabías, Fulgor, que ésa es
la mujer más hermosa que se dado sobre la tierra? Llegué a creer que la había
perdido para siempre. Pero ahora no tengo ganas de volverla a perder. ¿Tú me
entiendes, Fulgor? Dile a su padre que vaya a seguir explotando sus minas. Y
allá... me imagino que será fácil desaparecer al viejo en aquellas regiones
adonde nadie va nunca. ¿No lo crees?
-Puede ser.
-Necesitamos que sea. Ella
tiene que quedarse huérfana. Estamos obligados a amparar a alguien. ¿No crees
tú?
-...
-¿Y si ella lo llega a saber?
-¿Quién se lo dirá? A ver,
dime, aquí entre nosotros dos, ¿quién se lo dirá?
-Estoy seguro que nadie.
-Quítale el “estoy seguro
que”. Quítaselo desde ahorita y verás como todo sale bien. Acuérdate del
trabajo que dio dar con la Andrómeda. Mándalo para allá a seguir trabajando. Que vaya y vuelva. Nada de que se
le ocurra acarrear con la hija. Ésa aquí se la cuidamos. Allá estará su trabajo
y aquí su casa a donde venga a reconocer. Díselo así, Fulgor (75).
Como se expone, se trata muchas veces de
lastimar, pero sobre todo, de generar una acción o una condición en la que el
afectado quede imposibilitado de reacción y a merced del ofensor, de manera que
se genere dependencia. El golpe es indirecto, como en el caso de la madre de
Pedro Páramo, a quien matan matando a su esposo, o directo, dejando indefensa a
Susana, como en este caso.
De la generación de dependencia, del abandono, surge el
reclamo:
-No vayas a pedirle nada.
Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio... El olvido
en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro (7).
Y después viene la esperanza y hasta la
ilusión que de la misma fuente generadora del mal, que de la misma violencia
originaria, venga el bien, ¿acaso no nos recordaba Blake que el mismo Dios que
creó al tigre creo al cordero?:
-Pero no pensé cumplir mi promesa.
Hasta que ahora pronto comencé a llenarme de sueños, a darle vuelo a las
ilusiones. Y de este modo se me fue formando un mundo alrededor de la esperanza
que era aquel señor llamado Pedro Páramo, el marido de mi madre. Por eso vine a
Comala (7).
En muchos casos, se trata de una condición
para poder subsistir. Y quizás en la ciudad la parábola se muestra más desnuda,
más violenta: En “Un Pedazo de Noche”, la condición para que la prostituta
pueda sobrevivir es que “se deje tronar la nuez”. Aquí la vida tiene como polos
al hombre “que truena la nuez” –o “Quiebranueces”– y al sepulturero, ambos
funcionando como seres de poder. A la dominación y violencia activa del
“Quiebranueces” sucede la violencia pasiva del sepulturero, quien le recomienda
a la protagonista que nunca quiera a nadie, “que deje en paz esa cosa con que
se quiere a los demás”, y que canaliza su odio a la humanidad y a quienes lo
afrentan con el consuelo de la larga paz que les dará cuando mueran. Este
hombre le dará refugio y solo le pide que la deje descansar o de lo contrario
se perderá “entre los agujeros de una mujer desbaratada por el desgaste de los
hombres” (246).
6. Conclusiones: “-Mejor no hubieras salido de tu
tierra. ¿Qué viniste a buscar aquí? -...Me trajo la ilusión. -¿La ilusión?. Eso
cuesta caro. A mí me costó vivir más de lo debido.” (54) “Déjalo
solo. Debe ser un místico.” (49)
Explicaba Nietzsche que un hombre libre es “aquel que
piensa de otro modo de lo que podría esperarse en razón de su origen, de su
medio, de su estado y de su función o de las opiniones reinantes en su tiempo”.
Los personajes de Rulfo están presos porque sus deseos han sido determinados
por un acto de violencia. Por muy fuertes y rebeldes que puedan ser, como lo
son Pedro Páramo, Susana San Juan y el padre Rentería, su éxito es por esta
razón intrínsecamente insatisfactorio. Cabe entonces pensar que solo escapando
a esta lógica de quiebres y a su condicionamiento, se puede construir la
libertad de individuos y colectivos. La idea en
la práctica política no es nueva. Frente al surgimiento de nuevos
actores sociales, Laclau y Zac (1994) nos recuerdan que ya desde diferentes
interpretaciones se ha planteado la política de acción en las puras
mediaciones, la violencia de la no violencia, y, en este sentido, una violencia
contra todo y no específica, que proponía Walter Benjamin. En ésta no se exige
el cumplimiento de la ley, lo que implicaría un enfrentamiento, sino que se
pone en cuestión la legitimidad entera del sistema al no entrar en él. No se
asume así, dice Laclau, el papel del “sujeto” (reconocido, establecido,
determinado) que de hecho se niega; sino la posibilidad de los sujetos
(indeterminados, posibles, cambiantes, nuevos). La respuesta a la violencia por
parte de Pedro Páramo lo convierte en un nuevo cacique; y solo la salida del
sistema –como Susana San Juan y el padre Rentería– impide una reproducción de
éste. En medio de esas posiciones está la resistencia, el silencio, los
murmullos. Ese mediovivir, malvivir, desvivir que agobia a la mayoría de los
personajes, que los hace manifestarse mejor desde la muerte.
Notas:
1 Ver Irena
Mescniak, Cartas a Salomón (Nueva Imagen, 1990). 2
Entrevistado por Elena Poniatowska, Juan Rulfo decía que sus historias no
tenían ningún elemento autobiográfico, ni refería acontecimientos realmente
ocurridos como tales, sino que buscaba reconstruir hechos como los del ambiente
de su infancia. Ver Juan Rulfo, Obra Completa, Edición crítica (París: UNESCO, 1989).
3 Sobre este
tema, ver La Jaula de la Melancolía de Roger Bartra. 4 Esto tiene
mucha relación con la situación que refiere Bonfil respecto al mestizo o
criollo mexicano del “México Imaginario”, que vive permanentemente acomplejado
por no poder llegar a ser plenamente un occidental moderno.
Bibliografía
Aguilar Camín, Héctor. Saldos
de la Revolución. México: Nueva Imagen,
1982.
Almond, Gabriel and Sidney
Verba. The Civic Culture. Princeton: Princenton
University Press, 1982.
Bartra, Roger. La Jaula de la
Melancolía. México: Grijalbo, 1996.
Bonfil, Guillermo. México
Imaginario. México: CNCA, 2000.
Bourdieu, Pierre. El Sentido
Práctico. Barcelona: Taurus, 1991.
Foucault, Michel. Genealogía
del Racismo. Montevideo: Altamira, 1993.
Giddens,
Anthony. Las Nuevas Reglas del Método Sociológico. Buenos Aires: Amorrortu, 1987.
______________. Consecuencias
de la Modernidad. Barcelona: Alianza
Editorial, 1993.
Hopenhayn, Martín. Ni
Apocalípticos ni Integrados. México: Fondo de Cultura
Económica, 1994.
Laclau,
Ernesto y Zac, Lilian. “Minding the Gap”. The Making of Political Identities.
Ed. Ernesto Laclau. London: Verso, 1994.
Maffesoli, Michel.”The
Sociology of Everyday Life”. Current Sociology (1989)
37:1. París.
______________. El Tiempo de
las Tribus. Barcelona: Icaria, 1990.
Mescniak,
Irena. Cartas a Salomón. México: Nueva Imagen, 1990. Rulfo,
Juan. Obra Completa, Edición Crítica. París: UNESCO, 1989.
Rulfo, Juan. Pedro Páramo y
el Llano en Llamas. Barcelona: Planeta, 1986.