Los ricos cuando quieren relajarse van a un spa y se pagan
un masaje. Están de moda los masajes integrales como los que daba la vecina de
la canción de Miguel Ríos. Los otros, histórica y tradicionalmente, van a la
peluquería. Aunque por moda por muchos años acostumbró ir a las estéticas,
sobre todo mientras vivió cerca de Miraval y podía llegar a pie (imposible
encontrar donde estacionarse) a la de Miki con su dos cuartos, el de las fotos
de Marilyn Monroe y el de las fotos de la Doña, y atendido por las sencillas
pero jóvenes Maricela y Felicia –imposible no recordar aquella vez que estaban
solas porque Miki había ido de emergencia a maquillar a los actores de una
película que estaban rodando en Sumiya, y se probaban blusas y vestidos salidos
de quien sabe dónde y no dudaron de invitarlo a juzgar su minidesfile que
incluyó desnudos parciales mientras se cambiaban a toda velocidad, y un rápido
encerrón de besos y arrumacos con Maricela en el estrecho baño. En esa
estética, en un día mucho más ocupado, mientras esperaba entre las señoras
madura que “habían hecho cita”, escuchó en algún momento de agosto de 2001, a
una anciana americana contarle a Miki que quería arreglarse porque al día
siguiente llegaba su hija, que se tomaba unas vacaciones adelantadas porque se
había enfermado de los nervios por muchos simulacros de incendios y terremotos,
como en las películas, que habían tenido en el edificio en el que trabajaba,
una de las torres gemelas de Nueva York, que luego se harían tan famosas, el
día que las destruyeron mientras, seguramente, la señora desayunaba quizás en Las Mañanitas ,en pleno centro de
Cuernavaca -. En realidad se había iniciado en las estéticas muy joven, en
tiempos de auge en que todavía subían los sueldos, antes de que se escuchara
por primera vez la palabra crisis, y su padre recordara que sí, en los 30 algo
así había pasado, y cuando todo se comenzó a agringar aceleradamente. Un
compañero de prepa que acostumbraba correr su coche en los arrancones de la
calle Progreso de los jueves a las 10 am, que por algún malentendido y la
coincidencia del apellido creyó que era primo de una actriz de las películas de
ficheras del momento, le recomendó con unas amigas suyas de una estética nueva
en Insurgentes Sur. No tenía los grandes ventanales y espejos a los que se
había acostumbrado en la Calzada de Tlalpan, las revistas no eran las
historietas de editorial Novaro con sus Vidas
Ejemplares, Mitológicas, Rolando el Rabioso, Los Super Sabios, Novelas
Ilustres y hasta Lágrimas y Risas
con Raro Tonga, Oyuki, Yesenia o algún
otro de los personajes que luego interpretaría en la televisión Verónica
Castro. Estaba en un segundo piso y sí había un par de grandes ventanas hacia
la calle, pero con dominio y superioridad sobre ésta, no como parte de la
misma, las revistas eran Playboy y Penthouse del mes, y las jóvenes
peluqueras no tenían el más mínimo recato en restregarse contra sus brazos y
hombros mientras ensayaban los cortes “a capas” de la moda. Y claro, les
encantaba que le sobraba pelo para practicar.
Bajó por
Monfort en plena tarde de primavera adelantada con un sol que parecía reflector
de fotógrafo resaltando los colores de las paredes, venía frustrado porque
había recorrido las pocas tlapalerías sobrevivientes en el centro sin haber
podido encontrar como reponer unos viejos grandes tornillos de la cerradura de
una antigua puerta. Las muchachas, como escuchara decir a una señora venida de
un pueblo que también algo buscaba en las tiendas, pasaban empujando “despechugadas
y despatarradas”, exhibiéndose en ligeras camisetas de tirantes y mínimas faldas
o shorts. De pronto se encontró frente a la vieja peluquería y sus seis grandes
sillas con asientos forrados de plástico negro y sus brazos y bases metálicas.
Le gustó que le pareció que la calle con toda su luminosidad seguía moviéndose
en los espejos que cubrían las tres paredes de fondo. ” ¿Para qué esperar?”,
pensó. Y además era como hacer arqueología volver a meterse a un lugar así,
recuperar el antiguo ritual de babero de plástico y toallas calientes y navaja
libre, sobre todo que el paisaje incluía a 4 hombres más viejos que él mismo,
con sus inefables filipinas azules, intensamente morenos y canosos como él.
Pero al sentarse
y ante la incómoda confrontación con el espejo, descubrió una intención más.
Que quería castigar al traidor que contra todos sus planes, aspiraciones,
esfuerzos, aprendizajes y costumbres, lo había condenado a pasar un año de
sedentariedad en un trabajo burocrático y oficinesco, que al final, había
afectado su salud mucho más de lo que quería aceptar, pero se hacía evidente
por el cansancio crónico que lo agobiaba. Lo que es tener un inconsciente
que no hace excepciones. Pensó que quería hacerle lo mismo que le
hacían a las francesas que confraternizaron con los nazis durante la ocupación
de las segunda guerra mundial como narraba aquel guión de Marguerite Duras, o le
pasa a Charlize Theron en aquella película donde hace mênage a Troîs con Penélope
Cruz y un cuate. “Muy corto”, le murmuró al viejo peluquero sintiéndose un
capitan Maquis haciendo justicia. Y luego, “el nativo” (contrapuesto al
extranjero de Camus que no se somete a ninguna convención social), el
suavizador, el negociador, bromeó sobre el raparse como nueva estrategia para
esconder las canas y ahorrar el casi universal uso de tinte, al menos entre los
compañeros de su profesión.
Pero no
imaginó que el viejo peluquero tenía espíritu de minero canadiense de minería a
cielo abierto: cogió la máquina eléctrica con gran violencia y sin miramiento
podó la cabeza en todas direcciones, para luego detallar con la parsimonia y
minuciosidad de los hojalateros de trascallejón de mercado como aquellos con
los que él mismo había trabajado en su adolescencia. El momento de la nostalgia
le vino cuando el hombre abrió una compuerta simulada en los espejos y apareció
algo parecido a una antigua cafetera plateada, como la que robaron del café de
la calle de Potrero Verde, cerca de su casa, adonde iba cuando tenía mañanas libres,
y una vez, antes de medio día, como a las 10, le dijo una jovencita nerviosa
que sólo podían servirle té y cosas sencillas. Cuando preguntó la muchacha
lloró que los acababan de asaltar, se llevaron la máquina de hacer los
capuchinos. Y en efecto, notó que había un gran hueco sobre el mostrador.
Reconoció en el closet de los
espejos la máquina para calentar agua con todo y sus llavecitas. El
peluquero asignado acercó una taza con los colores y logo de los Pumas y la
llenó de agua caliente. Sintió un viejo placer mientras la amplia brocha le
embarraba la espuma caliente en la nuca y las patillas. Pero se aterró cuando
vio que luego de coger la navaja libre, el viejo se caló en las narices unos
grandes anteojos con cristales de fondo de botella. No se movió como si hubiera
estado atado a la silla. Era ridículo, pero parecía que bastaba el ligero babero plástico con su cadenita al
cuello para fijarlo a la silla. Se sintió perdido y dispuesto a soportar lo que
viniera. No dejó de venir a él la sensación de estar viviendo un pasaje de
Farabeuf de Salvador Elizóndo, sobre todo cuando, en efecto, a veces la navaja
mordió la carne suave de la orejas, o se hincó en el cuello, obligando al
peluquero a buscar un Kleenex para limpiar la sangre. El tiempo se amplió, se
adensó. Y aunque la vida bulliciosa y colorida de coches y personas seguía
fluyendo con el gran colorido del sol pleno que les caía, había un ambiente
extraño e intenso en la peluquería, como si se hubieran encerrado en una
burbuja o en una pecera. Se dio cuenta de que era el único cliente y que entre
los peluqueros, contra toda su experiencia y la memoria tradicional, no se
hablaban. Los otros 3 hombres estaban repartidos en las sillas auxiliares,
pequeñas, junto a los sillones mecánicos, igualmente morenos, viejos y canosos,
pero perfectamente silenciosos aunque relajados. Al mismo tiempo descubrió en
la esquina alejada de los espejos, sobrepuesta sobre un mantel blanco una gran
cabeza que antes de reaccionar asoció, en su pasividad, con la de un animal, de
pronto, un buey, o un cerdo. Y se espantó con lo fácil que de pronto un reflejo
podía no sólo deshumanizarlo sino darle la apariencia de algo inerte.
De golpe
entró de la calle un hombre más joven que los cuatro que estaban adentro. Se
sintió que arrastraba o era empujado por una onda de energía, calor y vida que
se expresó con un saludo firme y una ligera broma. Se sintió identificado con
él, pensó que él había entrado así, con la misma jovialidad y energía, y eso hizo
todavía más impresionante y ominoso el momento que vivía. A pesar de haber
entrado de la misma manera, ahora se sentía parte de ese ámbito si no muerto,
antiguo, viejo, pretérito. Le mostraron la parte de atrás de la cabeza y los
laterales con un espejo más pequeño. Se quejó de la raya. Pero era habitual que
se la hicieran más a la izquierda de lo que la usaba, como si conocieran su
ideología. Nuevamente descubrió algo. El peluquero o no oía o era sordo. Le
respondió: “Le gustó, ¿verdad?”. Pero pasó algo peor, la voz con la que él
mismo hablaba era una que no había escuchado en mucho tiempo, la de su padre.
Se hizo repetir la pregunta y él la respuesta,
no podía presumir él mismo de un gran oído. Fue la mitad de lo habitual en las
estéticas. Sesenta pesos. Se sintió afortunado de encontrar en la cartera un
billete de cincuenta y otro de veinte. Se los extendió y recalcó el
agradecimiento para dar a entender que ya incluía la propina. Al girar se miró
de reojo en el espejo. En la parte superior de su cabeza se apreciaba un gran
hueco, efectivamente como una mina abierta, como la que vio en Cerro San Pedro
en San Luis Potosí, como la que teme que abran en Xochicalco. Pero eso no fue
lo peor. Al verse pensó que con ese aspecto estaba listo para unirse al
cónclave que está por elegir al nuevo papa en Roma para reemplazar a Benedicto
XVI. Salió a la calle sin mirar atrás ni despedirse, tropezando con la gente en
la banqueta estrecha y cruzando la calle sin precaución hasta que se sintió
protegido en la plaza junto al kiosko entre los puestos de periódicos y jugos y
turistas y familias con niños y globos.
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